Marcelo Raúl Choclin
El amor no es un fenómeno biológico raro ni especial, es un fenómeno biológico
cotidiano. Mas aún, el amor es un fenómeno biológico tan básico y cotidiano en
lo humano, que frecuentemente lo negamos culturalmente creando límites en la
legitimidad de la convivencia en función de otras emociones. Así , por ejemplo,
toda dinámica de crear conciencia de guerra (ocurre cuando hay lucha con el
otro), consiste en la negación del amor, que abre paso a la indiferencia y luego
en el cultivo del rechazo y del odio que niegan al otro y permiten o llevan a su
destrucción. (Maturana H., 1990)
Este artículo destaca cuánto es de fundamental, dentro de un proceso de rehabilitación en drogodependencia
ambulatorio de jóvenes adolescentes y en el trabajo con sus familias, que los terapeutas puedan
evitar hacerse cargo de la delegación automática y natural a la que tienden los consultantes en la búsqueda
de un experto que se haga cargo de una situación que los sobrepasa.
Esto se puede lograr a partir de un trabajo minucioso en detectar el tipo de relación que se va estableciendo
tanto con el joven como con su familia, en el cual se tratará de evaluar el grado de expectativa
puesta en el “saber profesional”. Esto permitirá devolver en cada acto terapéutico la responsabilidad a
los mismos, logrando que en forma creciente puedan utilizar y valorar sus propios recursos, reinvolucrándose
en la relación familiar de manera que se conviertan ellos en los principales actores y “sabios”
que puedan lograr el cambio positivo.
Para esto voy a describir herramientas y dispositivos como parte de una particular visión sobre cómo lograr
que padres e hijos reasuman sus propias capacidades y riquezas dentro del cofre de la idiosincrasia
de cada familia.
Palabras Claves: Delegación – Reinvolucración – Relación horizontal – Protagonismo - Autonomía
From the delegation to the reinvolvement of the family in a drug rehabilitation
outpatient program for young adolescents
This article highlights how it is crucial in a drug rehabilitation ambulatory program for young adolescents,
in working with their families, that therapists can avoid the delegations that naturally the consultants
do in the search of an expert who takes over a situation that surpasses them.
This can be achieved from a thorough job in detecting the type of relationship that is established both
with the young and with his family, which seek to assess the level of expectation placed on the “professional
knowledge”. This event will return in each therapeutic act responsibility to them, helping them in
using and valuing their own resources, getting involved in the family relationship so that they become
main players and “wise people” who can achieve positive change.
For this I will describe tools and devices as part of particular vision of how to help parents and children
reassuming their own abilities and treasures within the chest of the idiosyncrasies of each family.
Keywords: Delegation - getting involved -Horizontal relationship - Self-ownership -Autonomy
Introducción
En la historia del abordaje terapéutico de la problemática de la drogodependencia se ha visto necesario el
trabajo terapéutico familiar, debido a que el joven está incluido en un contexto familiar, con el cual comparte
un patrón de relación que colabora en la perpetuación de esta sintomatología (Stanton M. D. y otros,
1988). A partir de sucesivos fracasos luego de arduos procesos terapéuticos en los que solo se abordaba al
adicto, se observó que pese a los cambios individuales, el mantenimiento de un tipo de relación familiar
que quedó intacta, promovía las condiciones para la vuelta al consumo y a conductas de riesgo. Es en esta
instancia donde la terapia familiar pasa a formar parte de un abordaje múltiple, que incluye la terapia con
la red más amplia, el trabajo terapéutico grupal con los pares que comparten la misma problemática y
grupos de autoayuda con los que tienen una relación complementaria con el paciente: padres, novios/as,
hermanos, amigos. El eje de cambio no es solo el drogodependiente, sino su contexto familiar y de red mas
amplia, los cuales pasan a ser fundamentales en el éxito del proceso (Barilari S. y otros, 2004).
Este artículo trata de transmitir la importancia que tiene dentro de un proceso de rehabilitación en drogodependencia
ambulatorio de jóvenes adolescentes, en el trabajo con sus familias, que los terapeutas
eviten asumir la delegación automática y natural a la que tienden los consultantes en la búsqueda de un
experto que se haga cargo de una situación que los sobrepasa.
Esto se puede lograr a partir de un trabajo minucioso en detectar el tipo de relación que se va tejiendo
entre los terapeutas con el joven y su familia. A los mismos tienen les queda la ardua tarea de devolver en
cada acto terapéutico la responsabilidad a los mismos, logrando que en forma creciente puedan utilizar y
valorar sus propios recursos, reinvolucrándose en la relación familiar de manera que se conviertan ellos
en los principales actores y “sabios” que puedan lograr el cambio positivo.
Para esto voy a describir herramientas y dispositivos como parte de una particular visión sobre cómo lograr
que padres e hijos reasuman sus propias capacidades y riquezas dentro del cofre de la idiosincrasia
de cada familia. El concepto de resiliencia familiar permite entender el enorme potencial de las mismas
para enfrentar situaciones de adversidad (Walsh F., 2005)
Proyecto Cambio (1) surge como alternativa hace mas de diecisiete años frente a las dificultades que aparecen
en la fase de reinserción social y familiar después de largos períodos de internación. Los jóvenes al volver al
contexto social y familiar original sucumbían a los mismos factores que colaboraron a mantener el consumo
en el pasado. Esto derivó en la posibilidad de crear un tratamiento para una población principalmente de clase
media urbana , que evite la internación a partir del acompañamiento familiar, a manera de contención, para
posibilitar primero la abstinencia y luego el cambio de hábitos y patrones relacionales de los jóvenes. No se
los saca de su contexto original, y necesariamente se trabajan durante todo el proceso los aspectos que complementan
el comportamiento sintomático del paciente designado. (Stanton M. D. y otros, 1988).
El programa de rehabilitación integra a los miembros de la familia en una organización ambulatoria en
al que participan los adictos en recuperación, sus padres, las novias, hermanos y amigos en grupos de
autoayuda y entrevistas de terapia familiar de orientación sistémica. Todas estas tareas están interrelacionadas
entre sí, conformando una unidad estructural de compromiso familiar múltiple.
Este abordaje múltiple involucra distintas disciplinas desde áreas bio-psico-sociales, recreativo-artísticas,
comunitarias y educativas. Integra profesionales de estas disciplinas como personas que han sufrido
y superado experiencias de adicción-exadictos o adictos recuperados- y padres que han pasado por el
programa. (Barilari S. y otros, 2004).
El equipo: una relación horizontal con el otro
Podemos destacar la importancia que tiene para los coordinadores de los programas de rehabilitación la
relación con el joven y su familia, que incluya tanto el respeto, el no juzgamiento como la apreciación
positiva. Para eso necesitamos permanentemente chequearnos en la relación con el otro, en que posición
quedamos ubicados, si desde arriba como dueños del saber o desde un plano mas horizontal. Verificamos
frecuentemente que si el terapeuta le confirma a la familia su papel de experto, los padres tienden a
“descansar” en que “hay quién se ocupe” con pericia de sus hijos, lo que desemboca en la confirmación
de que ellos no son aptos en la salida de esta problemática, tal como venían mostrando todos los años
anteriores. (Ver ejemplo)
G. de 18 años pasa largas horas en la casa jugando a la play station, aislándose, de mal humor,
encerrado en sí mismo, no colabora en las tareas de la casa, cena solo en su habitación,
esta situación crea una clima tenso con la familia. Los padres traen esta situación a la entrevista
familiar en forma de queja con el hijo. El terapeuta siente que está delante de un rey con
sus dos súbditos, y que el cumpliría el rol de justiciero Siente que ellos esperan que lo rete o
lo cambie a G. en sus actitudes. Lo pone al joven en una silla con varios almohadones como
haciendo de trono, y a los padres los sentó en el piso, y les transmitió la escena- metáfora de
la interrelación- que se le armaba. Esta amplificación incomodó enormemente a los padres,
subiendo la tensión de ellos con el hijo. Se continua la conversación desde esta escena, por
ejemplo: ¿consultaron con el rey…?
Lyn Hoffman (pag.35-36, 1996) refiere que “todo indica una preferencia por un proceso de influencia
mutua entre consultante e investigador, en vez de por un proceso jerárquico y unidireccional. Este enfoque
cuestiona sobre todo el elevado status del profesional”
La inclusión en el equipo, luego de un período de capacitación y entrenamiento, de operadores socioterapéuticos,
“exadictos”, que han terminado un tratamiento y se han recuperado, y de familiares, generalmente padres
que han acompañado a sus hijos y que se convierten en coordinadores de los grupos de padres, es necesaria
para acercarnos desde la propia experiencia. El hecho de que hayan vivenciado de cerca el proceso como protagonistas
les permite llegar a los jóvenes y sus familiares, de una manera directa y concreta con lo que ellos
han vivido, lo que crea un puente y una confiabilidad, que facilita la apertura de los mismos.
Se suman los testimonios de jóvenes y padres que están avanzados o han terminado el tratamiento, que
están dispuestos a colaborar con los que recién empiezan, enriqueciendo con frescura la motivación, la
esperanza y la posibilidad de poder hacer los cambios necesarios. Ellos mismos en esta ayuda refuerzan
y confirman las transformaciones que han hecho.
Este clima de autoayuda, donde no hay alguien que se postula como el poseedor del conocimiento cuestiona
los aspectos omnipotentes de los profesionales.
Podríamos decir “que predomina el prefijo”co” para describir la conversación terapéutica (co-autor, coevolución)”,
(Lyn Hoffman, pag. 35 1996). Un corolario de esta posición es la vigencia de la supervisión
(2) y de la auto mirada continua del self de los coordinadores y un permanente entrenamiento del terapeuta
y del equipo: cómo se ve ubicado en la escena terapéutica, qué lugar ocupa para el otro, que efecto
produce con su participación. Para esto es fundamental el registro de los propios procesos internos.
En el ejemplo anterior el terapeuta pudo registrar en sí mismo una cierta incomodidad a partir de que
los padres de G. esperaban de él: que “corrija” al hijo, también sentía la actitud altanera y desafiante de
G., lo cual le inducía cumplir ese papel de “educador”. Es entonces cuando quiere salirse de este juego
relacional que le propone la familia y a partir de la imagen que se le creó, les hace hacer una “escultura”
(3) del “reinado de G.” logrando que los miembros de la familia se tensionen y puedan verse en ese tipo
de relación: los padres sometidos a un hijo con mucho poder, es decir logra pasar la tensión a la familia.
(Ravazzola M. C. y Mazieres G., 1986).
En esta tarea, la confrontación con lo que vamos sintiendo en la relación con los consultantes nos dará la
llave para no quedar atrapados en lo que nos define la familia. Antes que técnicos en la materia, somos
personas que están involucradas emocionalmente en la situación terapéutica. Coincido con Whitaker
Carl A. (pag.51, 1991) cuando dice que”Debemos enfrentarnos con la vida y con nosotros mismos antes
de poder ver por debajo de la superficie. Debemos tener acceso a nuestros propios impulsos, intuiciones
y asociaciones. Tan solo después de haber luchado con usted mismo podrá llevar su persona, no solo el
uniforme de terapeuta, al consultorio”.
La no asunción de la delegación ya se ejerce desde un comienzo cuando el equipo se plantea esta particular
manera de relación con los consultantes.
El clima de trabajo dentro del equipo, donde impera el buen humor, el libre pensamiento, la no directividad,
el trabajo y coordinación en conjunto, es fundamental para transmitir a los jóvenes y sus familias
una sensación de respeto y cooperación.
Esta necesaria coherencia del equipo es similar a la que pueden transmitir o no los padres a los hijos.
Si aquellos pelean, hacen alianzas con los hijos por fuera del otro adulto, esto se verá reflejado un poco
mas, un poco menos en el desarrollo personal de cada hijo (Andolfi M. y otros, 1982).
Partiendo de la aplicación del pensamiento sistémico a prácticas comunitarias el tratamiento tiene fundamentalmente
el eje continuo durante todo el proceso de la terapia familiar desde un abordaje específico
diferente a lo que se hace en otros ámbitos: apunta a ayudar al joven, a través del cambio de patrones
de relación dentro del ámbito familiar pero en fuerte coordinación con lo que ocurre en el resto de los
espacios terapéuticos, lo que se definiría como un abordaje múltiple. (Barilari S. y otros, 2004).
Estos otros espacios son fundamentalmente los grupos de pares donde el joven se inserta y ejercita una
nueva pertenencia que reemplazará en parte a la anterior del consumo y el grupo de padres donde los
mismos tienen un espacio para reflexionar sobre sí mismos en esta difícil tarea de acompañar a un hijo
en tratamiento.
El mismo objetivo tienen los grupos de hermanos, de novio/as, amigos. Es importante destacar la idea
de red (Dabas, 1993) como sustento mas amplio que la familia, que puede incluir otros parientes, vecinos,
empleadores, amigos, los cuales son verdaderos promotores de la resiliencia individual del joven y
también de su familia. (Ravazzola M. C., 2001).
Cada uno de estos espacios grupales facilita y colabora con los cambios necesarios de cada miembro de
la familia. El espacio familiar es el ámbito privilegiado y singular donde estos distintos actores: padres,
hermanos, paciente identificado, nos muestran en escena sus cambios y sus trabas a través del tipo de
interacción que van teniendo entre ellos en los diferentes momentos del proceso.
Es fundamental durante este proceso para el trabajo con estas familias el no asumir la delegación automática
y natural a la que tienden las familias al ubicarnos como expertos.
Esto se da dentro de una cultura en la que los roles y funciones, van reemplazando a las personas, empobreciendo
la complejidad de recursos de cada ser humano.
Por eso uno de los instrumentos fundamentales para lograr no asumir la delegación y consecuentemente
lograr de parte de padres e hijos una reinvolucración es que los terapeutas asumamos que no solo somos
una función terapéutica, sino también somos personas que sentimos, nos angustiamos y nos enojamos.
La distancia profesional favorece que se vea nada más al terapeuta en sus aspectos profesionales y
ratifica la expectativa de “cientificidad”, pero frustra a la vez la necesidad del consultante de sentirse
acompañado y apoyado en forma cálida y cercana en pos de la confianza y apertura personal.
Tomando a M. Andolfi (1982) la familia le propone al terapeuta un libreto que lo trata de definir en la relación
en base a sus expectativas (delegación), evitando cada miembro de la familia en la interacción terapéutica
asumir las contradicciones que cada uno tiene que vivir en el nivel personal. Si el terapeuta acepta este guión
familiar pasa a cumplir una función estereotipada que refuerza el patrón de interacción en el cual se inserta
la conducta sintomática, conservándose las funciones que juega cada uno en el sistema sin la posibilidad de
que puedan descubrir en sí mismos nueva alternativas que los conectan como personas fuera de aquellas. Si el
terapeuta acepta la asignación le termina pasando lo mismo que a la familia, desea la estabilidad de la relación
por temor a descubrir en sí mismo expresiones nuevas que pueda representar en la relación con los demás. Se
trata de inventar con la familia una verdad nueva. “…Si el terapeuta no quiere quedar prisionero de la expectativas
que en él se depositan, debe tener la capacidad de deslindar sus propias fronteras de las fronteras de
la familia, oponiéndosele desde un comienzo en la definición de la estructura terapéutica…” (Andolfi,1982,
pag. 30). Para esto el terapeuta deberá entrar a los espacios familiares más recónditos pero también tomar
distancia y regresar a sus propios espacios: entrar y salir, participar y separarse.
Durante la entrevista familiar un papá esta preocupado acerca de como se va a cuidar T. de 17 años en su
primera salida. Se propone que conversen los padres de sus temores con el hijo. Al rato estos se emocionan
y se ponen a llorar frente al descubrimiento de que T. tiene varias ideas propias para cuidarse y tiene
una buena disposición al diálogo. Es la primera vez después de mucho tiempo que reciben del hijo una
respuesta responsable consigo mismo que no sea la rebeldía. Los terapeutas, que los vienen acompañando
hace varios meses, también se emocionan y comparten sus sentimientos y alegría por los cambios.
El profesional no es ajeno a los fuertes climas emocionales que emergen durantes el proceso,
sabe que permiten la apertura de nuevas alternativas en las relaciones, y rompe con cierto
funcionamiento estereotipado entre padres e hijos. El lograr desarrollar ciertas intervenciones
a través de por ejemplo recursos psicodramáticos (Ravazzola M. C. y Mazieres G., 1986).o
diálogos vinculares (puesta en acto, Minuchin S., 1984) favorece el contacto emocional. El
hecho que el profesional también pueda emocionarse junto a la familia, y no se lo autocensure
intensifica el contacto con la misma (joining) y esto no hace que quede absorbido como uno
más del sistema, ya que tiene en su mente que lo emocional es un elemento significativo del
proceso terapéutico y la posibilidad de lograr cambios.
H. Maturana (pag.14, 1990) describe a las emociones “como disposiciones corporales dinámicas que
definen los distintos dominios de acción en que nos movemos. Cuando uno cambia de emoción, cambia
de dominio de acción. En verdad, todos sabemos esto en la praxis de la vida cotidiana, pero lo negamos,
porque insistimos en que lo que define nuestras conductas humanas es su ser racional.”
En este mismo plano horizontal, emocional y humano, en el cual el eje es la relación, es prioritaria la sensibilización
y la conexión, el espíritu compartido entre las personas que padecen la misma dificultad o van
dando los mismos pasos. El motor de los cambios se da fundamentalmente en este clima que se respira
de ayuda mutua. Solo se puede apreciar el grado de movilización que se gesta en un grupo vivenciando
en el mismo la intensidad del compartir los mismos padecimientos y temores. Esto rompe con una de las
características que tienen las personas que padecen problemáticas de abuso, y a la que tiende hoy nuestra
sociedad con el individualismo y el debilitamiento de los lazos de solidaridad, que es el secreto, es decir
que quede todo “entre casa”, “no sacar los trapitos sucios al sol”: el aislamiento del sufrimiento frente a
un tercero. (Ravazzola, M.C., 1997).
El adolescente como explorador de nuevos territorios
El adolescente es un explorador de nuevos territorios que anhela experimentar situaciones diferentes a
las vividas en la infancia dentro del marco protector familiar. En esta búsqueda de identidad, de responder
a la pregunta ¿Quién soy?, ya no alcanza con las respuesta de mamá y papá, necesita apoyarse en
nuevos códigos y valores que lo hagan sentirse dueño y autoridad de esa elección y de la defensa de la
misma. Encontrar un grupo de pertenencia que le ofrezca el apoyo y la plataforma para hacer ese despegue
es fundamental para esta diferenciación.
En esa aventura por nuevos terrenos, donde hay otros climas, otros relieves, otro idioma, otros paisajes,
el joven puede ser cauteloso, ayudado por la referencia familiar:
1) construyendo una “conciencia” que se fue constituyendo con la incorporación de normas y criterios
que le permiten tener una señal de alarma frente al peligro,
2) a través de la presencia cotidiana de los padres, con límites, valores, pautas. Mientras los padres no
terminan de ver a sus hijos como definitivamente desarrollados y aptos para tomar en todos los casos
buenas decisiones, necesitan estar en contacto con él. El mantener algún canal de comunicación y la
supervisión de algunos aspectos de este nuevo territorio que transita el hijo: amigos, hábitos, horarios,
responsabilidades, son maneras que tiene el adulto de acompañarlo en este “viaje”.
Si algo de esto no ocurre el joven con su enorme energía y su cuerpo desarrollado de persona grande, no
mide los riesgos, las inclemencias y peligros de esta exploración y se zambulle rápidamente en el océano
de lo que le ofrece la nueva realidad.
La referencia interna y externa como marco regulador de estas novedades es débil. El adolescente se
las arregla para desconocerla y cuestionarla desacreditando lo que puede venir desde el ámbito familiar.
Se siente grande y que él sabe lo que quiere, lo que le gusta, y se siente con mas fuerza que los padres:
“nadie me saca de aquí”.
Pero en realidad se comporta como un niño chiquito que no registra los peligros de “poner los dedos en
el enchufe”, le deja esa tarea a los otros, como eternos responsables y cuidadores. Se sienten grandes
pero se conducen como chiquitos. Queda delegado en la familia la tarea y el registro del cuidado y autocontrol.
Es posible que la familia lo ejerza sin lograr encontrar la manera de traspasarle esa “posta” a los hijos
adolescentes: estudian por ellos, van a hablar con los profesores para defenderlos, son gestores de sus
diversiones y placeres, toleran el maltrato como conducta normal en los jóvenes de hoy. A su vez les van
aceptando “el ser vagos”, la pasividad y la falta de colaboración como parte de lo que se tiene que vivir
todos los días con los hijos. Los padres se convierten en agentes que nutren todas esta “necesidades”, y
están al servicio de los hijos, en una idealización de la adolescencia “que tienen que vivir”.
Es en este patrón relacional donde se van gestando las conductas abusivas del adolescente, plataforma
de lanzamiento para el consumo de drogas y las conductas de riesgo.
Los padres, a su vez, pueden llegar a convencerse de esa fuerza y convicción como si sus hijos fueran
adultos hechos y derechos, con la capacidad y la claridad para tomar sus propias y autónomas decisiones.
Pero a la vez minimizan y toleran los aspectos infantiles y riesgosos, quedando los hijos a expensas
de sus propios impulsos sin una brújula que los oriente en una dirección correcta. El gradual traspaso de
responsabilidades desde padres a hijos (“posta”) quedó trunco. (Ravazzola M. C., 1997)
Pareciera que los padres no saben que hacer, que les faltó un modelo de aprendizaje en el cual apoyarse.
Muchos vienen de vivir como hijos con sus propios padres una relación muy diferente de lo que hoy se
vive con los adolescentes. Quizás la autoridad estaba más clara, y más allá de que como adolescentes
también necesitaron transitar situaciones de rebeldía y diferenciación, el grado y margen de cuestionamiento,
y la conductas de peligro que se permitían vivir eran menores.
No tienen la plena conciencia de que sus hijos en realidad, están confundidos, agrandados en este vuelo
exploratorio, sin el registro de que se pueden chocar o caer, y que puede ser demasiado tarde. (Cancrini
L. 1991)
Es cuando esta etapa de exploración y experimentación necesaria de la adolescencia se transforma en un
viaje a lo desconocido sin destino, donde en la búsqueda de respuestas y certidumbres es necesario pasar
por experiencias cada vez más fuertes para lograr encontrar alguna suerte de referencia.
La cultura consumista, que hoy se vive cada vez más, estimula a los adolescentes a buscar experiencias
placenteras y evasivas como símbolo del bienestar y la plenitud. Esto refuerza sea el vínculo con su
grupo de pares, mayor es su indefensión, es decir su adicción”.
De desatender la escuela, las horas de sueño, la alimentación, se pasa a largas horas de este camino alocado
y descontrolado, que en realidad termina siendo un síntoma de nuestro sistema social actual, en el
cual los adultos no queremos ver que estamos absolutamente implicados.
Los jóvenes que experimentan con drogas viven este camino en forma desenfrenada y caótica como
emblema de ellos mismos, como bandera propia, “los demás son caretas”. No pueden registrar que son
usados por un circuito económico en una cadena, en la cual son el último eslabón.
Esta búsqueda sin fin, incluye una escalada cada vez mayor, con el consumo de nuevos tipos de drogas
y la vivencia de nuevas situaciones de riesgo. De fumar marihuana y abusar del alcohol, pasan a la cocaína,
éxtasis, psicofármacos, hongos.
Es lo que Duncan Stanton (Pág.37-38, 1991) refiere como seudoindividuación: “el adicto participa de
un patrón homeostático de ida y vuelta entre sus pares y el hogar…las relaciones del adicto con la cultura
de la droga en realidad refuerzan su dependencia respecto de la familia. Una vez más las relaciones
externas se pueden considerar como el escenario para una conducta seudoindependiente y seudocompetente
por parte del adicto. Paradójicamente, cuanto mayor ausencia del hogar en lugares desconocidos,
a robar, ir a la villas a comprar droga y el tentarse con juntarse con los jóvenes más representativos de
esos códigos, momento en el cual la frontera se confunde con lo delincuencial.
Estas diferentes situaciones van dando señales fuertes a la familia, como si quisieran despertar a los
padres de una anestesia emocional de “no pasa nada”. (Ravazzola M.C., 1997). Estas huellas pueden
ser desde dejar rastros de droga en la casa, robarles cosas, estar violentos, indiferencia, hasta llamadas
de la escuela por la conducta, detenciones de la policía por tenencia o robo, un accidente o un problema
de salud.
Hay familias que hoy en día tienen normalizado el abuso de alcohol y el consumo de marihuana. Por lo
cual no se alarman, quizás por que ya lo hicieron ellos en su juventud, o lo siguen haciendo. Es ahí que
hay que esperar que ocurran hechos más graves para que cunda la alarma.
Es en ese momento cuando hacen la consulta.
N. de 17 años tuvo un accidente de moto cuando viajaba con su novio. Por poco ambos pierden
la vida. Consume desde los 13 años, consumo que fue incrementándose hasta hacerse
adicta a la cocaína. Los padres, muy asustados, deciden hacer la consulta para un tratamiento
y ahora, conscientes de que N. podría haber muerto, igualmente creen que el que la llevó a
esta situación fue su novio. N. les reprocha que varias veces ella les dijo desde más chica de
su consumo. “¿Ahora se acuerdan?”. Esto lo utiliza para hacerlos sentir culpables y contrarrestar
un posible cambio en cuanto a los límites y al control.
La consulta: El experto y la delegación. ¿Quién maneja el timón?
Muchas veces las familias consultan a profesionales de salud mental que no tienen experiencia en esta
problemática, pero que aplican un marco terapéutico general a este tipo de consulta sin el total conocimiento
de la totalidad de variables que se ponen en juego. (Haley J., 1985)
Los jóvenes que llegan a este punto normalmente están entrenados -como buenos seres sobrevivientes
de vivir en territorios salvajes- en recursos y conductas que les permitían manejar su realidad a su antojo.
Hábitos manipuladores, transgresores de las normas vigentes y especialmente una aparente piel
gruesa y curtida, la cual es indemne al registro emocional del otro y de sí mismo, todo esto hace que
la atención profesional sea necesariamente compleja y requiera de un marco regulador y ordenador de
estas conductas.
De lo contrario los jóvenes terminan definiendo los vínculos con los terapeutas, arrastrándolos al mismo
patrón abusivo que con los padres: mentiras, desconexión, manipulación, “esta todo bien”, lo cual va
generando una anestesia emocional en el terapeuta, una sensación de impotencia, es decir un vínculo que
se puede describir como “un como sí”. Mientras se transita aparentemente por un proceso terapéutico,
paralelamente el joven sigue a expensas de sus impulsos y de los riesgos a los que conducen.
El abuso de sustancias también se traslada a abuso de los vínculos. Es característico como en el caso
de otros tipos de conductas abusivas (por ejemplo violencia) el hecho de que los complementarios no
puedan tener un pensamiento y claridad propios, y que queden como hipnotizados frente a su discurso.
(Ravazzola M. C., 1997).
L. comenzó su consumo de marihuana a los 14 años. Sus padres la mandan a un terapeuta a
partir de manifestaciones que a los 16 años les preocuparon: quedó libre en el colegio y repitió,
no les hace caso, está incontrolable y agresiva, no tiene ganas de hacer nada, y como gota
que rebalsó el vaso le encontraron un porro en la habitación. Comenzó a ir a un terapeuta
individual, el cual se quedaba fascinado por los relatos y fantasías de L., le valoraba su locuacidad
y creatividad. Creía que los padres eran causantes del malestar de la chica, tal como lo
relataba L., especialmente con desatenciones. Pensaba que es normal que L. fume marihuana
los fines de semana, y que con la terapia este hábito lo iba a ir dejando. El sentía que podía
“salvarla” y “curarla”. Lo que no sabía es que L. le mentía todo el tiempo, iba drogada a
cada sesión, y se aprovechaba de esta relación como coartada de su consumo.
Algunos padres delegan en el terapeuta la responsabilidad de cambiar al hijo, con la confianza y la ilusión
que él lo sabrá manejar, ignorando la necesidad de un tratamiento especializado.
Esta delegación coincide con el patrón vincular que tienen con el hijo, es el terapeuta el que va encargarse
de ver la realidad del hijo, de hacer contacto, de esperar consejos o marcaciones del mismo. Esto ratifica la
sensación de inutilidad e inoperancia de los padres para convertirse en referentes del joven. Si la vida del hijo
se nos representa como un barco que navega por aguas tumultuosas, el timón no lo termina agarrando nadie.
La capa gruesa de piel curtida también la tiene la familia, decepcionada con el hijo, viéndolo como un
caso incurable, a veces buscando diagnósticos que aquieten la culpa, ignorando la enorme riqueza que
cada uno tiene en su interior para su encauzamiento:
“necesito que el barco lo maneje el experto capitán-terapeuta, yo de olas, tormentas, vientos no sé nada”.
Lo que los padre o la madre sienten frente a lo que hace el joven queda como todos estos años en un
segundo plano, ya que el terapeuta sabrá lo que tiene que hacer.
Pero a los jóvenes se le fueron cerrando los poros, perdiéndose la oportunidad de que lleguen las emociones
de los padres frente a sus actos: enojo, tristeza, angustia, temores, desesperación, cariño, amor.
La distancia emocional no permite el contacto y una relación verdadera, y en este panorama quien se va
a hacer cargo de ayudar a esta familia tendrá el enorme desafío de allanar el camino para que todos y entre
todos puedan lograr una reinvolucración afectiva. Podemos definirla como un cambio en la relación
entre padres e hijos que conlleva un contacto y comunicación cotidianas que le permitan al adolescente
ir creciendo y transitando su desarrollo personal diferenciado y autónomo de la familia.
En nuestro modelo de trabajo el terapeuta después de aceptar una inicial delegación como “experto”,
logra poco a poco reconducirla hacia la familia evitando ponerse entre los padres y los hijos, tratando
que estos asuman sus responsabilidades. De lo contrario colaboraría en perpetuar la falta de contacto, la
distancia afectiva, y la frágil autoridad paterna.
Éstos son apoyados en un momento inicial para tomar el timón en sus manos y volver a transitar una etapa
que se creía superada: navegar con un plan de pautas y reglas que los hijos necesitan incorporar a través de
un programa reeducativo. Como dijo J. Haley (Pág.60, 1985) “el arte de la terapia radica en hacer volver al
joven con su familia como una manera de desligarlo de ella para iniciar una vida independiente”.
En las etapas posteriores se estimulará gradualmente al adolescente para que se haga cargo de sí mismo a través
de desarrollar el cuidado, el autocontrol, la responsabilidad de sí y sus acciones, y un proyecto de vida.
De la desesperación a la esperanza
En este arduo proceso en que el terapeuta deben transitar junto a la familia, es necesario el permanente
monitoreo de cómo se siente en la relación con el joven y su familia, que rol está ocupando para ellos,
como clave para desarmar todo intento de delegación. Puedo sentirme un maestro que aconseja, enseña
y sabe, un juez supremo que sabe lo que está bien, por ejemplo para la institución, un aliado de uno de
los padres, un defensor del hijo como si fuera víctima de alguna situación, un salvador. A la vez puedo
sentir que algo me enoja, me incomoda, me aburre. Todas estas señales que me pueden ser útiles para
poder salir del juego homeostático que me propone la familia.
El concepto de resonancia (Mony Elkaim, 1989) nos permite aclarar que lo que el terapeuta siente no
solo refiere a su historia personal, sino también al sistema en el cual ese sentimiento emerge. El terapeuta
registra en sí mismo, a partir de los mensajes que percibe provenientes de la familia, una resonancia
particular. “Algo de la representación familiar lo “toca” en una zona sensible de su self, produciéndose
cierta confusión, malestar, incomodidad, etc., de modo tal que le indica que este mensaje debe ser revisado
antes de que la obra prosiga” (Ravazzola M. C. y Mazieres G., pag. 69, 1986).
Cuando yo siento el peso de la “expertez”: la presión para decir algo, dar una respuesta, decirles lo que
se me arma en mi cabeza sobre ellos desde un lugar de saber, tengo que percatarme que es una inducción
del sistema familiar para desentenderse y seguir el mismo patrón que en la época del consumo.
El desafío de evitar posicionarnos frente a la familia como expertos profesionales poseedores de un
saber objetivo y científico, se logra en cada instante de la relación terapéutica, con el registro de nuestra
propia relatividad de lo que creemos saber y entender. Rescato el concepto de H.Maturana (1980) sobre
la necesidad de renunciar momentáneamente, en nuestras observaciones, a la aspiración de objetividad,
y colocarla entre paréntesis.
La idea es lograr conversaciones que permitan la apertura cada vez mayor de los poros, y el adelgazamiento
de esa capa de piel dura, bajo la cual hay una inmensa blandura, vulnerabilidad y sufrimiento.
Según Anderson y Goolishian (pag.49, 1996) “el terapeuta debe lograr una posición de ignorancia. La
posición de ignorancia implica una actitud general, una postura en que las acciones del terapeuta transmiten
una abundante y genuina curiosidad. Es decir las acciones y las actitudes del terapeuta expresan
la necesidad de saber más acerca de lo que se ha dicho, y no transmiten en modo alguno opiniones y
expectativas preconcebidas acerca del cliente, del problema o lo que deba cambiarse”. Sólo que no es
fácil “ignorar” si uno se cree un “experto”. (4)
El programa de tratamiento está diseñado de forma tal que se vaya dando a lo largo del proceso, una
creciente asunción de las funciones parentales por parte de los padres y/o sustitutos y la progresiva maduración
por parte de los jóvenes. Para este objetivo el programa incluye después de una admisión, tres
etapas “A”,”B” y “C” en la cuales progresivamente la familia y el joven van tomando su propio vuelo a
través del trabajo terapéutico grupal y familiar complementarios. Coincide con lo expresado por J. Haley
(Pág.60, 1985) desde su punto de vista de como encarar este tipo de problemáticas:”El procedimiento
apunta a desligar a los padres del vástago para que la familia ya no lo necesite a este como vehículo de
su comunicación, y el joven pueda hacer su propia vida”.
Padres de A. 18 años: Ya hemos intentado varios tratamientos, A. fue a una psicóloga durante
dos años por problemas de conducta después de que nos derivó el colegio, siempre siguió
igual, no lo podemos controlar, si le decís algo se pone violento, los hermanos están atemorizados
cuando llega, me agarré varias veces a trompadas(el padre), anda todo el día en la calle,
nos desparecen cosas, no se baña, se viste de negro, le encontramos marihuana escondida
en una zapatilla, tenemos miedo que puede estar consumiendo otras drogas más pesadas. La
terapeuta nos dijo que ya ella no podía ayudarlo más, que excedía sus posibilidades y nos recomendó
venir acá, no sabemos si lo tenemos que internar, no va a querer venir, no te escucha,
hace lo que quiere, queremos saber si está enfermo, algo debe tener, está desconocido no es el
mismo de antes. Él dice que lo dejemos de perseguir, que el ya es grande y sabe lo que tiene
que hacer, no nos gustan los amigos, algunos andan en la delincuencia, entre nosotros (los
padres) nos estamos peleando seguido porque yo veo que él (el padre) se pone muy violento
con A, no nos estamos ocupando de los otros hijos (la madre angustiada llora)
Padres de B. 16 años: Nos recomendaron este lugar para B. No nos dimos cuenta del consumo.
El hermano nos alertó después del último intento de suicidio. Lo llevamos siempre a
psicólogos y psiquiatras, tiene una depresión hace años, se lastima, se corta, el hermano lo
pudo rescatar después de que tomó pastillas en lo de la abuela. Estuvo internado recientemente
unos días en una clínica psiquiátrica, lo vemos mal, no quiere hacer nada, no va a querer
venir. Debe estar celoso que tuvo una hermanita, él nos dice que lo dejemos en paz, que le
arruinamos la vida, que nos odia, que le gustaría vernos muertos, no sabemos más que hacer,
no le habremos dado suficiente atención, él siente que no lo respetamos, se quiere ir a vivir con
amigos porque no nos aguanta, le tengo miedo que se lastime o nos haga algo. Quisiéramos
que nos digan que tiene y como lo pueden tratar aquí. (Se ve en los padres rostros desesperados
y sombríos).
En este estado de angustia y desesperación es importante la calidez con que se recibe a personas tan
lastimadas. A la vez les tiene que llegar un mensaje que lo puedan oír y abrir alguna esperanza. Dentro
del grupo de padres de admisión el coordinador le pide a un padre avanzado o que haya terminado el
tratamiento que les dé su testimonio de cómo pudo con su hijo. Les da un mensaje positivo de su propia
experiencia, y que es lo que les sirvió, le transmiten la importancia de empezar a ver que se puede ayudar
a los hijos, y que los padres cumplen un rol fundamental en esta tarea. (S. Barilari y otros, 2004)
Los otros padres comparten las sensaciones, angustias, incertidumbres y logros que van teniendo en estas primeras
semanas en relación a sus hijos. “No estamos solos, nos acompañamos, compartimos el mismo padecer”.
Ya en este primer contacto con la institución se produce un primer impacto y contraste en cuanto a la
expectativa de lograr una delegación natural y automática que se produce en una consulta profesional. Se
pasa de esperar las respuestas del profesional “que sabe” a escuchar la experiencia de alguien que ya transitó
ese camino, y que comparte como pudo él y su hijo a la manera de verdaderos expertos y artesanos.
La familia llega con una distancia emocional entre padres e hijos y con sus propias personas, una anestesia
que no sólo produce por el consumo de drogas, sino el tipo de contacto que la familia tiene entre sí,
incluso entre los mismos padres y los hermanos. M. C. Ravazzola (1997) nos habla de cómo la anestesia
emocional es característica de los patrones de abuso, el no registro de las propias emociones. La sensación
de impotencia, culpa, sentirse incapaces y fracasados como padres, son el reflejo de una relación
que se fue construyendo a lo largo de años en que tanto los padres como los hijos se fueron desconectando
de las posibilidades positivas que tenía el vínculo entre ellos.
El adolescente, frente a la necesidad de construir un camino e identidad propio a través de un proceso
normal de cuestionamiento y descreimiento del marco referencial de los padres, fue definiendo ese
vínculo como inútil e innecesario, a diferencia del enorme significado que pasó a tener el grupo de pertenencia
y los valores y códigos compartidos: “Ya no soy un niño, ni lo que vos querés que sea, vos no
me importás, lo único para mí son mis amigos”
Si los padres van aceptando pasivamente estas definiciones como reales y verdaderas, al pie de la letra,
van creyendo que es cierto “mi hijo ya no me quiere, no le importan mis opiniones, ya no soy valioso
para él, eso me enoja y me da ganas de echarlo de casa y que haga su vida”, provocándose una situación
de escalada simétrica donde la violencia y el desafío son cada vez mayores o al contrario la inacción de
los padres produce una relación con los hijos, como si fueran adultos, autosuficientes, que toman sus
propias decisiones, como si supieran lo que tienen que hacer en la vida.
Sin embargo, a medida que aumenta el consumo y el desorden aparecen cada vez señales más grandes
de que necesitan que alguien los ordene y los ayude a tomar la dirección de sus vidas.
Joven A, 18 años: …mirá yo no los aguanto mas a mis viejos, me están atrás pretenden que haga
un tratamiento….¿si yo consumo?....cada tanto un faso…lo manejo, me divierto de estar con
mis amigos…exageran…la escuela mal…me quedaron un montón de materias para terminar
5º año…no me gusta estudiar…que me dejen de hinchar, a mi me gusta la música, tengo una
banda…¿si consumo cocaína?...alguna vez, pero sólo para ver que era…yo no tengo un problema,
el que se tiene que tratar es mi viejo que lo quiero cagar a trompadas, pero¿ sabés por qué
no lo hago?, por mis hermanos…quiero que me dejen tranquilo…sí a veces estoy mal, cuando no
puedo dormir y siento que voy a estallar, pero me las arreglo….voy a venir a esa reunión porque
me caíste bien, pero sólo esa vez, así me dejan tranquilo…yo igual voy a hacer la mía…
Se trata de tener un buen contacto con el joven, por sobre todo privilegiar la calidez en la conversación, ya que
tiene muchos motivos para no estar en esa entrevista y ya es valorable que haya venido. Lograr una charla lo
más sincera posible sin ningún tipo de juzgamiento a su conducta, posibilitará en algunos casos dar el primer
paso y que pueda “probar”. Posteriormente, cuando comienza a participar del grupo, que le permite estar en
contacto con jóvenes como él que le dan un mensaje de esperanza y de cómo les está sirviendo el tratamiento,
va reforzando poco a poco la aceptación, en principio de venir, más delante de hacer el tratamiento por sí
mismos. Muchos de ellos destacan meses después en sus autoevaluaciones (que tienen que escribir para pasar
de una fase a la otra) la importancia que tuvo la calidad y el afecto recibido en ese primer encuentro.
En este momento se observa tanto desde el joven como desde los padres la máxima delegación. Aquél tiene
una mínima motivación y apropiación para salir adelante, los padres hacen un primer movimiento propio
de autoridad en lograr traerlo a la entrevista, pero con el objetivo que el terapeuta “lo convenza”.
Cuando los padres logran que siga viniendo a los grupos, es cuando ya están poniendo en marcha su
propia autoridad con el hijo, clave para el éxito del programa.
Fase ”A”: Las normas como “yeso”: de cómo se ayuda a los padres a “empoderarse”
y a los jóvenes a controlar sus impulsos para sus propios beneficios
Los padres después de transitar la admisión necesitan de herramientas que les permitan ayudar a sus
hijos a realizar un viraje de 180 grados en sus vidas, y esto tiene que ver con una nueva organización
de la vida cotidiana: horarios, responsabilizarse por una estructura laboral o educativa, regular el tipo de
amistades, controlar el maltrato, el tipo de música, ser honestos, no manejar dinero. Frente a las reglas que
propone la institución sienten al principio que es una tarea maratónica y difícil de lograr. Pero a la vez anhelan
contar con las normas para que sus hijos se dejen de drogar y puedan cambiar su estilo de vida.
Por este motivo piden comenzar el tratamiento en la fase “A”, en la cual los jóvenes tienen que cumplir
las normas que les permitirán la abstinencia del consumo, el reordenamiento en sus hábitos cotidianos,
salir del contexto de consumo, de situaciones de riesgo y fundamentalmente lograr controlar impulsos,
especialmente en el trato con los padres y los hermanos. La responsabilidad de velar por el cumplimiento
de las mismas es de los padres, quienes tienen que estar atentos a qué es lo que hace el hijo, ya que
es este quien las tiene que cumplir.
La institución y sus grupos de pares apoya a los padres este rol de autoridad y referentes. Hace que ellos
logren poco a poco “empoderarse”. Los hijos van perdiendo su “capacidad” de maniobra y autonomía.
Ya no pueden manejar los hilos de su vida como antes y dependen absolutamente de ellos, como si volvieran
a empezar a ser chiquititos de nuevo en una reeducación.
Las normas actúan al principio como un “yeso” que permite soldar la relación de jerarquía con los hijos
hasta ese momento quebrada, si bien sienten a las normas como algo externo, que no viene de los padres,
sino de la institución, y empiezan no creyendo en la autenticidad de esa “fuerza” paterna.
El equipo tiene la difícil tarea de que esas normas las asuma cada familia como propia, y no como imposición
externa: “cumplir con Proyecto Cambio”.
Fragmento de una entrevista familiar:
Joven (se dirige al terapeuta): Quiero ver a mi amigo ¿Qué dice proyecto?
Terapeuta: ¿Les preguntaste a tus padres?
Joven: Sí, pero ellos me dicen que pregunte aquí (se frustra al ver que el terapeuta no le contesta, éste
mira a los padres)
Madre (incómoda): Tenemos dudas, sabemos que ese amigo alguna vez consumió
Joven:(se enoja) ¡Ya empezó! No ves que ya hace rato no consume, no me dejás hacer nada, estoy encerrado
y no me crees…
Terapeuta: Vos dependes de la decisión de tus padres
Padres: ¿Que dice la institución en un caso así?
Terapeuta: ¿Se quedan tranquilos con que se contacte con él?
Madre: No
Terapeuta: Ustedes tienen que decidir si lo ve o no
Es tarea del terapeuta lograr responsabilizar a los padres de la toma de decisiones, porque permanentemente
surgen las preguntas ¿Qué hacemos con la novia?, ¿Lo dejamos viajar solo a la escuela? ¿Te
parece que pase a la fase “B”?. Es ahí donde se requiere de cintura para lograr que el padre se conecte y
registre qué siente él, qué lo tranquilizaría.
Es más fácil que el experto dé una respuesta “me parece bien que vea a la novia” como si recetara un
antibiótico, perpetuándose el patrón de relación de distancia y poca involucración.
Los jóvenes viven las normas como una restricción de sus libertades antes “ganadas”, protestan, están
de mal humor, tardan en darse cuenta de sus beneficios. Sienten que pierden un poder que habían conseguido
hace tiempo. Al cabo de un tiempo van asumiendo la conveniencia de cumplirlas porque es la
manera de avanzar hacia una mayor autonomía y evitar seguir teniendo consecuencias por no cumplirlas.
Si no se levanta en el horario que dice la norma el grupo le hace reparar con varios días de levantarse
más temprano, si maltratan a los padres tienen que hacer algo en lo cual los padres se sientan reparados.
Éstos a su vez, aprenden a ponerle consecuencias frente a los maltratos. Ya no es como antes la ilimitada
tolerancia frente a las agresiones y el abuso. Los hijos van teniendo experiencias de que cada una de sus
conductas, sean positivas o negativas tienen efectos en el otro y en sí mismos. (Ravazzola M.C., 1997)
Todos estos años vivieron en un mundo irreal donde los actos tenían una especie de impunidad, sin que
al joven le llegue el impacto emocional que produce en los demás su propio acto destructivo para sí y
para el otro.
La familia se acostumbró a no hacer nada frente a lo que sentían ante un impulso del hijo, y éste se va
acostumbrando y naturalizando a que los demás deben toleran todo: que duerma hasta tarde, que coma
en su cuarto y deje todo tirado, que vea todo el día TV, que no conteste, que grite y empuje a los hermanos,
que se encierre con amigos en el baño, que venga borracho y hasta que se fume un porro de vez en
cuando.
C. de 17 años pintó la cocina de su casa como reparación del maltrato y la descalificación
que ejerce hacia su madre. Esta es la primera vez que C. hace un aporte al hogar en que vive.
La cocina pasó a tener otro aspecto. C. disfrutó de haberlo logrado y de ver contenta a su
mamá.
Con el transcurso de la etapa “A” el adolescente va incorporando y apropiándose de las normas, ya deja
de ser un asunto que solamente quieren los padres o la institución sino ellos mismos, ya que quieren
avanzar.
En esta apropiación se va adelgazando de a poco esa gruesa capa de anestesia inicial. Es muy fuerte
para ellos todo el impacto emocional que están viviendo sin drogarse y dejando atrás hábitos que los
alejaban de los vínculos cercanos y significativos: los grupo de pares implican un fuerte estímulo que
lo va despertando de esa vieja modorra, “mis compañeros están pudiendo, les está sirviendo, se sienten
mejor ¿por qué yo no?. El grupo le va devolviendo a su vez los aspectos que cada uno no puede ver de
su conducta. Son un espejo de lo que cada uno es. Esto lo hace confrontarse con una realidad que es
difícil de eludir
N de 18 años: “todos me dicen que hablo como dando miedo a los demás…antes estaba
orgulloso de asustar a la gente…acá no me sirve…me siento solo así… no tengo el lugar
de respeto que me daban antes en la plaza…”
El hecho de convivir cotidianamente con los padres sin evasiones, estando bajo su mirada y control,
recibiendo de los mismos lo efectos y consecuencias de sus actos, hace que poco a poco el adolescente
empiece a registrar a su familia, lo que le puede afectar, doler, enojar, dejando de ser el ombligo del
mundo.
Éste es el primer y fundamental cambio en cuanto a una reinvolucración familiar, los hijos y los padres
se van sintiendo mutuamente con una presencia y protagonismo concretos. La institución a través del
“yeso” de su programa y sus normas ocupa todavía un lugar central en este movimiento. ¿Cómo logra
entonces el equipo que el protagonismo de los cambios sea totalmente asumido por la familia? Ese es el
gran desafío de las siguientes fases del tratamiento.
El pasaje de una etapa a la otra se produce no primordialmente por una evaluación del equipo, sino fundamentalmente
por un registro del joven y su familia de los logros obtenidos en dicha fase. Cuando se
siente preparado para pasar a el siguiente período se lo plantea a sus padres y escribe una autoevaluación,
la cual lee en cada espacio terapéutico, tanto grupal, como familiar. Se busca que sea el protagonista de
su propio devenir, y no que el avance sea fruto de la valoración institucional externa.
Autoevaluación del Joven C.17 años antes de pasar a la etapa “B”:
Hace tiempo (cuatro meses ya) que me cuesta ser consciente de los cambios que fueron ocurriendo.
Todavía me es difícil creer todo lo que pasó. El primer tiempo de esta ola gigante
fue una tortura para mi familia y un sufrimiento muy grande para mí. Yo no me hacía cargo
de que los estaba dañando mucho con mi manera de hacer, o querer hacer la cosas. Encima
buscaba cómplices en mi familia para poder manejarlos y lograr lo que quería….No entendía
porque me querían ayudar a la fuerza…odié mucho a las personas que me rodeaban y
quería romper vínculos con todos. Pero elegí quedarme. Elegí ponerle el pecho. Bajar la
cabeza hasta los talones o más bajo. Elegí quedarme y no escapar como lo hacía antes….Es
muy duro perder todo y tener que empezar a armar las relaciones y la vida en general con
nada más que broncas desde uno y restricciones desde afuera…..de a poco estoy encontrado
la vuelta para no juntar tanto y plantear las cosas ya no desde la soberbia, prepotencia, la
agresividad y el rencor en el cual solía estar parado todo el tiempo hasta hace unos meses….
Logré también revertir con mi cambio de actitud la bronca que les generaba a la mayoría de
la personas del tratamiento, los cuales hoy en día me dicen que me odiaban o que les parecía
un imbécil. Trabajé o fui conociendo por lo que se habla en los grupos que hay otras maneras
de resolver las situaciones…en forma mas serena y reflexionando…
Fase “B”: Resocialización. De cómo aprender a disfrutar de la adolescencia
sin drogarse ni ponerse en riesgo, sobre la base de la negociación entre
padres e hijos bajo la referencia de la institución.
Como todo yeso, éste lleva un tiempo y hay que sacarlo y comenzar a usar ese brazo antes lastimado
en forma gradual, sin requerirle al principio grandes esfuerzos. Al principio va a dar miedo a que este
se resienta nuevamente, pero el traumatólogo estimulará al paciente a que confíe en que es necesario y
bueno comenzar a hacer ejercicios con el brazo recientemente soldado.
Los padres tienen que empezar a “soltar”, y a confiar en la responsabilidad y el autocontrol de los hijos.
Se dan dos posibilidades:
1) los padres que son muy cautelosos y confunden la etapa “A” restrictiva con el hecho de que ellos se
transforman en “dueños” de los hijos, sin tomar en cuenta que éstos son personas independientes con
deseos, sueños, intimidad, conflictos e incluso diferencias. Algunas de estas familias tienen características
autoritarias y de violencia. El trabajo terapéutico en los distintos espacios va ayudando a salir de esa
rigidez que probablemente sea un patrón de relación previo.
M.Andolfi (Pág.26, 1982) se refiere de esta manera acerca de las familias rígidas: “Esto significa que
una solución adecuada para determinada fase se repropondrá de manera rígida en otras. La adopción
de soluciones previsibles e inmodificables lleva a un doble resultado: por un lado reduce y congela el
espacio personal de cada miembro…y por el otro inmoviliza el tiempo, es decir provoca su detención en
una fase del ciclo vital que corresponde a la solución aprendida”
A. de 17 años después de 14 meses de tratamiento por tener algunas materias bajas no le era
permitido por los padres ni viajar solo ni verse con amigos ni siquiera en la casa. Éste a su
vez mantenía comportamientos infantiles como pedir irse de viaje de egresados en forma de
berrinches, que convencían a su familia de la pertinencia de que aquellos debían tomar ese
tipo de medidas
2) los padres que dejan nuevamente en los hijos la responsabilidad de tomar absolutamente las decisiones,
sin la posibilidad de ayudarlos a pensar en las salidas a través de la negociación y el diálogo.
Renuncian nuevamente al rol de adultos todavía responsables del acompañamiento de la vida de sus
hijos. Es ahí también donde la comunidad de padres y la institución quedan en la tarea de ayudar a estas
familias a salir de este tipo de funcionamiento. M. Andolfi (1982) las denomina “familias en riesgo”, en
las cuales el miembro designado permanece fluctuante, y el carácter estabilizador y cohesionador del
sistema puede pasar a otra persona. Las funciones en estas familias no coinciden con la edad, un hijo
puede llegar a cumplir la función paterna (hermano parentalizado)
M. de 19 años al poco tiempo de pasar a la fase B tiene un permiso aprobado por los padres de
ir con un amigo a un recital de una banda que hace apología del consumo, donde el ambiente
suele ser pesado y de riesgo. E. de 17 años va a un recital de los Rolling Stones por segunda
vez en la misma semana con el aval de los padres con el pacto de no contarlo en el tratamiento
para que nadie se lo pueda cuestionar.
En los dos casos queda delegada en la institución la responsabilidad de producirse algún cambio, lo que se convierte
en un desafío para el equipo. Es ahí cuando resulta importante el trabajo coordinado con una estrategia
en común entre los diferentes terapeutas, tanto los que coordinan los grupos como el de la terapia familiar, para
apuntar al mismo objetivo con la familia. Esto produce un input muy fuerte que logra desestabilizar al sistema
familiar para encontrar nuevos equilibrios y formas que permitan a sus miembros diferenciarse, ser autónomos
pero dentro de una nueva estructura de vínculos más flexibles entre padres e hijos (M. Andolfi y otros 1982)
Los jóvenes ya asumen la responsabilidad de viajar solos y hacen experiencias recreativas sin el consumo
de alcohol ni las drogas: encontrarse con amigos, ir a una casa a mirar una película, ir a un bar, ir a
bailar y a recitales de música. Para todo esto tienen que conversar y negociar con los padres los permisos
y charlar como se van a cuidar y que riesgos tienen en cada situación. Esto permite a las familias tener
un entrenamiento y ejercicio muy importante en la comunicación, en el contacto entre padres e hijos y
finalmente una cada vez mayor intensidad en la involucración mutua.
La institución, el resto de los padres y los pares de los jóvenes, también opinan sobre estos permisos, de
manera de ayudar a cada familia en esta etapa de aprendizaje.
Los jóvenes comentan entre sí sus experiencias, cuáles sienten que pueden ser los riesgos y cuidados y
a veces se recomiendan no hacer ese tipo de salidas
Al mismo tiempo el grupo de padres les ayuda a “abrir los ojos” y aumentar la sensibilidad y los alertas
frente a aspectos que no se habían podido registrar previamente.
El equipo intenta no ponerse en el lugar de autoridad “científica”, lugar inductor desde algunas familias,
que opinan que los profesionales “son los que saben”, ya que asumirían en ese caso una delegación que
perpetuaría el patrón de relación familiar antes descrito.
El padre de O. de 18 años le pregunta al terapeuta en la entrevista familiar qué opina sobre la
primera salida a un recital del hijo. Éste hábilmente no responde y logra hacer circular esa pregunta
entre los demás miembros de la familia. O. pudo sincerarse de que se suele descontrolar
en los recitales y el padre pudo expresar sus temores y como se queda más tranquilo si en esta
primera salida va acompañado por su hermana. Se pasa en la entrevista familiar de un clima de
baja tensión con una consulta al supuesto experto a un clima emocional intenso, donde aparecen
los conflictos, las diferencias y los matices particulares de lo que siente cada uno.
Los padres se alientan entre sí a poder ser más flexibles con los hijos y poder confiar en ellos o de lo
contrario se ayudan a tomar conciencia de aspectos no registrados y actúan como freno para ir más despacio
y ser más cuidadosos.
Cada vez más la relación se fortalece, los hijos dependen de los padres para lo que quieren, y ya han
asumido que no pueden desconocer, como hacían antes, lo que ellos sienten.
Pero los grupos y la institución siguen pesando en la reflexión de todos estos aspectos:
Un padre a su hija: “andá al grupo y fijate que te dicen con este recital yo lo voy ver en mi
grupo” o una madre le refiere a su hijo: “pude ver en mi grupo que era demasiado que salgas
hasta tan tarde dos noches seguidas”.
Poco a poco los padres se van autoafirmando, y la negociación se hace más real y auténtica sin necesidad
de mediar la institución. El peso del grupo como referente para las decisiones y negociaciones se va
corriendo de a poco hacia cada uno de los padres. Éstos le van dando un lugar cada vez más importante
a sus propias convicciones y sensaciones. Este proceso gradual de apropiación trae aparejado la disminución
de la expectativa de que los demás les resuelvan las decisiones en relación a los hijos.
A su vez los jóvenes van sintiendo el placer de disfrutar sin consumo y a medir las posibles consecuencias
de un descontrol.
L. de 19 años comenta en el grupo que durante su salida con sus compañeros a un boliche bailable,
pudo pasarla bien sin alcoholizarse. Antes, para poder acercarse a una chica, tenía que
tomar alcohol para desinhibirse. Temía antes de salir que se iba a aburrir, que sin consumo
era otra cosa, no fue muy entusiasmado. Por lo contrario, el estar lúcido y consciente le hizo
descubrir otras sensaciones de bienestar. El hecho de estar atento a cualquier situación de
riesgo (gente que consume, violencia) lo hizo sentir diferente, que podía cuidarse a sí mismo,
ya que no quiere ser el barrilete que era antes.
A veces es necesaria una recaída para confirmar y vivir de nuevo lo que trae aparejado : la defraudación
de la familia, de los compañeros, las consecuencias institucionales (volver a una fase anterior), tener que
reparar las normas rotas, tener que hacerse cargo frente a los pares de dicha situación, vivir nuevamente
restricciones y especialmente la propia decepción consigo mismo.
Como dije anteriormente, este proceso de responsabilización del adolescente que se da en esta etapa, recuerda
el proceso de crianza de los niños cuando se les van pasando gradualmente las “postas” del autocuidado y
autocontrol: ir al baño solitos, cortar con cuchillo, cruzar solo una calle, ir solo a la escuela. (Ravazzola M. C.,
1997). Ese temor que tienen los padres de si ¿lo podrá hacer solo? que los lleva a pegar un vistazo la primera
vez que cruzan solos, es similar a lo que van sintiendo en esta transición con sus hijos en relación a si van a
poder socializarse sin volver al consumo, recuerdo nefasto y aterrador que no quieren volver a vivir.
Autoevaluación del Joven E. de 17 años antes de pasar a la etapa “C”:
Fueron catorce meses en los que adopté gran diversidad de posturas respecto al tratamiento, como
a mi familia, amigos, colegio, pero principalmente en relación a mi vida. Realmente no disfrutaba
de nada en mi vida, no valoraba, no respetaba, no cuidaba, no me valoraba, no me respetaba, y
no me cuidaba, no me permitía sonreír por las cosas que me daban gracia o que me alegraban, ya
que no me permitía que nada me alegre…pero muchas cosas empezaron a cambiar en mi persona,
muchas de las cuales me asustaron y otras aliviaron, pero de todas creo algo haber aprendido.
Me di cuenta que uno hace de su vida lo que quiere y que es más lindo levantarse una mañana
con una sonrisa y disfrutar de un desayuno, aunque sean la siete de la mañana por una reparación
y me esté muriendo de sueño…
Respecto a mi familia, empezó a ser un avance desde que volví a llamarlos “familia”a mis
padres, ya que antes para mí no lo eran, luego el empezar a establecer vínculos con cada uno
de ellos, aunque a veces sea complicado. Hoy en día puedo decir que los quiero, a pesar de
discusiones, desacuerdos, límites y demás cosas. Trato de confiar y hacerlos partícipes de mi
vida, cosa que antes no hice nunca.
Con mis hermanos yo creía que no había muchos problemas, al menos de mi parte, pero me
enteré que llegué hasta darle miedo a mi hermana, cosa que realmente me pegó duro, ya que
yo siempre la quise…
Fase “C”: Autonomía y desprendimiento: de cómo cada familia sigue el
camino de la vida…
La etapa ”C” es el último tramo de este proceso desde el cual se va normalizando la vida del adolescente
y su familia. Las normas las van redefiniendo en conversaciones y negociaciones entre padres e
hijos. Las salidas y permisos se charlan sólo dentro del ámbito familiar. Ya la institución no funciona
como parte de esta dinámica, en la cual en definitiva se juegan los vínculos intrafamiliares. Las normas
institucionales tenían como objetivo reordenar sus vidas, en esta etapa la idea es que cada joven pueda
dialogar con su familia e ir consensuando algunas pautas, que le permitan una mayor responsabilidad y
autonomía, por ejemplo en la asunción del manejo de los horarios y del dinero.
B. de 19 años. en la etapa “A” debía levantarse todos los días a las 8 y acostarse a mas tardar
a las 24hs. En la etapa “B” podía pedir permisos de horarios, por ejemplo un día salir con
sus amigos y volver mas tarde. En esta etapa “C” acordó con los padres que él comenzaba a
manejar sus horarios bajo su responsabilidad, salvo en las salidas en las que iba a comentar
a que hora iba a volver.
A. de 18 años en las etapas anteriores debía rendir todos sus gastos de dinero, y no podía
tomar ninguna decisión con el mismo sin antes hablar con sus referentes. En esta etapa “C”
negoció con la familia el disponer de una suma de dinero fija semanal con la cual él se hacía
cargo de regular sus gastos.
En esta etapa se observa que en los casos de familias mas rígidas o mas laxas, en los cuales la delegación
siguió puesta en la institución, y no se pudo hacer un buen traspaso a los padres, vuelven a algunos modos
de relación que tenían antes de venir a Proyecto Cambio. Son los casos de los padres que al retirarse
la institución de la negociación y la conversación sobre los permisos de los hijos, vuelven al patrón de
relación anterior: depositan en sus hijos la total responsabilidad, dependiendo de éstos el criterio de evaluar
lo que está bien y está mal. Algunas veces el adolescente avanzó en esto más que los padres y asume
una adultez prematura. En otros casos a través de alguna recaída da la señal de que necesita todavía un
cambio de los padres.
M. de 18 años estaba en un trabajo nocturno en un medio de comunicación, tenía totalmente
dados vuelta los horarios, a veces no volvía a su casa, o no se sabía donde estaba. Todavía no
había terminado la secundaria. A los padres les parecía bien el trabajo que le ofreció el primo
ya que ganaba buen dinero y tenía un porvenir. Finalmente le contó a un compañero de su
grupo que estuvo consumiendo alcohol, lo cual desembocó en pedir ayuda a la institución.
En otros casos los padres se relacionan con sus hijos con la expectativa de que actúen como ellos
quieren, satisfaciendo expectativas y sueños que no son propios del adolescente, son las familias que
no toleran la diferenciación y la autonomía. Esto da como resultado o un sometimiento del hijo a estas
pautas sin poder individuarse de los padres, o, por el contrario, una permanente reactividad y vuelta a
situaciones de riesgo.
J. Haley (Pág.52, 1980) refiere que “el terapeuta debe aceptar que la conducta excéntrica y loca es, básicamente,
una conducta protectora. No importa lo extraña, violenta y extrema que sea esa conducta, su
función es estabilizar a la organización. Desobedecer es en sí una manera de obligar a un grupo a que se
organice en forma más estable.”
Las dificultades que aparecen en esta etapa tienen más que ver con cuestiones inherentes a dinámicas familiares
previas al tratamiento, circuitos repetitivos que no se hacían tan visibles en las etapas anteriores
cuando la institución estaba más presente. Esto da la oportunidad de abordarlas y lograr desestabilizar
estos viejos equilibrios para poder lograr un cambio estructural en la familia, y no sólo del miembro designado.
Esto es lo que P. Watzlawick (1974) definió como Cambio “2” y Cambio “1” respectivamente
En el Cambio “1”, los parámetros individuales varían de manera continua pero la estructura del sistema
no se altera. En el Cambio”2”, el sistema cambia cualitativamente y de una manera discontinua. Se producen
cambios en el conjunto de reglas que rigen su estructura.
En esta etapa los padres van tomando conciencia de que depende sólo de ellos el tipo de relación que
van a mantener con el hijo, que se aproxima a la finalización del tratamiento, y la calidad del vínculo
es diametralmente diferente. Pudo hacer un fuerte ejercicio en un trato y comunicación diferentes. Si se
intranquilizan, pueden acercarse al hijo y charlar, transmitiéndole sus miedos. Se sienten con el poder
suficiente para ejercer la autoridad e influir sobre ellos. Este proceso de empoderamiento fue paralelo al
que hicieron sus hijos de dejar de comportarse como pseudo-adultos.
Los jóvenes se sienten responsables de sus actos y de las consecuencias que les puede aparejar el no controlar
sus impulsos, pero principalmente a nivel emocional, están involucrados en una intensa relación
con sus progenitores. Ya el pensamiento de ellos no les es indiferente, se hacen cargo del afecto positivo
que sienten hacia ellos, y les costaría volver a mentirles.
De todos modos tienen un deseo de tener un proyecto propio, y una necesidad de autoafirmación y
construcción de una identidad como cualquier adolescente, pero ahora por senderos que no impliquen la
autodestrucción y el caos, sino el dar pasos propios que sirvan de experiencia para desarrollarse como
personas, que puedan transitar por este mundo con cautela y animándose a la innovación y creatividad y
en definitiva a lograr ser ellos mismos, que es lo que originalmente buscaban cuando se drogaban.
Quiero terminar este artículo con estas palabras de M., una mamá que finalizó el tratamiento:
Pienso en la cantidad de situaciones de peligro que se encontró este hijo mío, sin tener la menor
conciencia, o si la tenía no le importaba. Tampoco le importó el riesgo en que nos ponía.
¿Y todo esto pasaba porque P. era una mala persona?,¿ Porque no nos quería? De ninguna
manera, éste es el submundo de la droga, donde nadie tiene nombre, donde todo es lo mismo,
donde no hay valores, no hay ética ni moral. A ninguno de ellos les importa nada que no esté
relacionado con la droga y cómo conseguirla. Y cuánto sufrimiento hay encerrado en ello.
No son nuestros hijos los que hablan, actúan, piensan, son las sustancias que llevan encima,
y que deciden por ellos.
¿ Y nosotros, los padres, dónde estábamos?. En otra parte o mirando sin ver, con seguridad
para el lado incorrecto.
Y comenzamos a dar nuestros primeros pasos hacia la recuperación de nuestro hijo. Lo amamos,
“somos responsables” (no culpables) de lo ocurrido y por eso estamos aquí juntos, con
la certeza de que no será fácil el camino por recorrer, pero con la convicción absoluta de que
juntos, saldremos de este infierno hacia la luz.
Han pasado casi dos años, ya no me tiembla el pulso al escribir, me siento serena, reflexiva,
segura, en paz conmigo misma. Ya no corro, camino. Ya no quiero más bronces, sólo me interesan
los diplomas de mamá, esposa, hija, amiga, y el poder disfrutar de esas pequeñas cosas
de la vida cotidiana (¿pequeñas?) de las que habla Serrat.
¿P.?, fue sólo el emergente, “la voz” que pudo gritar sin palabras el caos y la incomunicación
en la que vivía nuestra familia.
¿Porqué será que siempre necesitamos llegar a “situaciones límite”, para poner el stop y
rebobinar?. ¿Es necesario llegar al borde del abismo?
Aprendimos a aceptar a nuestro hijo tal como es, y no como nos hubiese gustado
que fuera. Aprendimos a tolerar las diferencias y a acercamos en las coincidencias
Aprendimos a amarnos con responsabilidad, con límites, con respeto, sin agresiones gratuitas
que lo único que generan son más agresiones.
Cada golpe logró fortalecernos más y más, seguimos adelante con amor pero firmeza, juntos,
sin aislamientos ni rótulos, en equipo, en familia.
Gracias a los grupos de Padres, donde nos vimos reflejados miles de veces como en espejos
multifacéticos ,de perfil, de frente y de espaldas, donde el otro nos devolvió todo: lo que nos
gustaba escuchar y lo que por tan doloroso nos enoja y no podíamos digerir, siempre desde el
amor, la solidaridad y el respeto.
¿Que la familia es una institución en extinción?, ¡ni ahí!, como dirían nuestros hijos, sin familia
somos parias, no existimos.
Hoy somos una familia, mi mayor orgullo, cada uno ocupa (como puede, como le sale), el
lugar que le corresponde, no hay espacios vacíos. Mis hijos son mi mayor fortuna, son muy
distintos, pero ambos poseen valores que los convierten en seres humanos maravillosos.
Cada uno de nosotros ha podido demostrar con hechos y no sólo con palabras, el amor que
siente por el otro.
Cada uno de nosotros ha tenido la posibilidad y la fortuna de poder cambiar y darse otra
oportunidad por el otro al que ama.
Ya no se escuchan gritos, insultos, malos tratos ni hay violencia, nos hablamos en voz baja,
para que el otro pueda escuchar, con respeto, con amor.
¿La familia perfecta?, no, simplemente la que elegimos para seguir viviendo, luego de un
largo aprendizaje de ensayo y error.
P. es hoy un adolescente feliz, alegre, sano, lleno de “proyectos de vida”, y sobre todas las
cosas LIBRE, libre de poder elegir, de poder equivocarse, de caerse y levantarse tantas veces
como sea necesario, libre de decir “No, esto no lo quiero más”.Tiene los conflictos propios de
su edad, que no son pocos, pero ya no se esconde, ya no escapa, ya no miente, no es necesario,
hoy puede y podemos poner en palabras nuestras angustias y nuestros miedos.
Sabe que cuenta y contará con nosotros siempre, pero ya no incondicionalmente,
hoy ponemos condiciones, estamos dispuestos a seguir peleándola juntos pero de frente,
no más droga, no más alcohol, no más estafa, no más mentira, no más esclavitud.
Seguramente el tiempo cicatrizará nuestras heridas y el dolor desaparecerá, pero no olvidaremos. Aquellos
que olvidan corren el riesgo de repetir, sólo pido a quienes me aman que no me permitan olvidar.
Notas
(1)La Fundación Proyecto Cambio fue creada por el Dr. Gastón Mazieres y la Lic. Susana Barilari como
un modelo de tratamiento ambulatorio en drogodependencia, después de haberlo hecho anteriormente
en el Programa Andres de Carlos Novelli. Ellos fueron llamados entonces para trabajar con familias
frente a las dificultades que surgían en la reinserción después de un largo período de aislamiento en una
granja.
(2) La supervisión es externa y está a cargo de la Dra. Cristina Ravazzola.
(3)Es la construcción de escenas o imágenes de la familia a través de “fotografías estáticas” o de “esculturas
moldeadas” iluminando aspectos relacionales hasta entonces poco notables.
(4)M.C. Ravazzola- Contribución.
Reseña curricular
Marcelo Raul Choclin se recibió de Lic. en Psicología hace 21 años en la UBA. En 1988 hizo la Residencia
Interdisciplinaria en Salud Mental (RISAM), ganada por concurso, trabajando en los hospitales
Rivadavia, Borda y Tobar García. Desde 1992 hasta el año 2000 fue terapeuta familiar y grupal de la
Comunidad Terapéutica del Hospital J. M. Jorge de Burzaco, donde ejerció como Jefe de Sala interino.
Desde este año hasta la fecha ejerce de terapeuta grupal y familiar en dicho hospital en el servicio de
Salud Mental. Trabajó en instituciones privadas de asistencia al drogodependiente, como Reconstruyéndonos,
Programa Andrés, Fundación Aylen , y en la Fundación Proyecto Cambio en la cual continúa.
Todos estos años de ejercicio profesional atendió en su consultorio terapia individual y familiar.