“-Nos llamaron de la seccional: Mariano estaba detenido por tenencia de drogas.”
De esta manera comienzan muchas historias que podrían ser dramáticas; sin embargo, cuando la familia
puede reaccionar, es posible un final feliz.
“-Mariano tiene diecisiete años -relata un padre- nunca imaginamos que estuviera con drogas... es buen
alumno... nunca vimos nada raro.”
De seguir hablando, veremos que, en realidad, era un “buen alumno” aunque, últimamente, ya no tanto
y le quedaron “varias materias colgadas”.
Y continúan:
“-Pelea mucho para salir de noche los fines de semana, vuelve a cualquier hora, esto nos preocupa...
en realidad no sabemos con quién sale porque los amigos de antes ya no vienen a casa. Cambia todo el
tiempo de carácter y, a veces, hasta se pone agresivo... antes nunca pasaba.”
Al decir estas cosas, en voz alta, los padres comienzan a reflexionar y descubren lo poco que saben de la
vida de su hijo, encubierta por esa suerte de desordenada “normalidad” de los adolescentes.
Al no conocer la vida de los jóvenes, los padres ignoran los riesgos a los que están expuestos. “Saben”
que “en la adolescencia” es normal la necesidad de probar situaciones desconocidas, buscar nuevos
grupos de pertenencia, enfrentar desafíos... todo esto es normal pero... ¿saben, acaso, del riesgo a que
apuntan estas nuevas conductas?
Existen, además, otros datos sutiles que nos advierten del peligro: cambios físicos, de conducta, cambios
importantes de hábitos de vida que van más allá de los desórdenes adolescentes.
Tomemos el consumo de alcohol, por ejemplo. ¿Por qué es peligroso consumir alcohol? Porque es muy
fácil incorporarlo al ritual de las salidas nocturnas, porque es compartido, porque es placentero y porque
ayuda a sentirse un poquito más libre. Así, sutilmente, el consumo del alcohol se instala como una
adicción, ésta facilita probar otras cosas y, casi sin querer, se prueba la marihuana: de allí, se pasa con
rapidez a otros y variados consumos.
¿Qué hacemos, como padres, ante conductas que nos incomodan y no comprendemos cabalmente? Por
temor a antagonizar a nuestro hijo, en general, no hacemos nada. Esperamos “que se le pase”, porque
“es una etapa”.
El comienzo de la adolescencia de estos padres fue diferente: la autonomía aparecía ligada a la vida
familiar y, el estímulo exterior era mucho menos invasivo. Para estos padres es difícil comprender los
códigos, el sentido de estas nuevas formas de buscar autonomía pero, lo que fundamentalmente no conocen,
es la gravedad de los riesgos que estas situaciones representan.
Como padres nos veremos ante situaciones que nos llenan de confusión, que nos sorprenden, que nos
asustan. No las ignoremos e intentemos comprender la fuerza de estos mensajes. Es sumamente doloroso
que nuestro hijo amado pueda estar viviendo experiencias ajenas a nuestra forma de vida, a nuestros
valores: nos producen mucho dolor, un dolor que lleva a silenciar la realidad. Este es otro riesgo peligroso.
Aún con las nuevas organizaciones sociales, es la familia la matriz donde se transmiten las pautas básicas
de crecimiento y, por lo tanto, la familia, ante la crisis, tiene el poder de intervenir y reparar.
Con la mirada puesta en la historia, recordamos personas individuales ligadas a su adicción; hoy día la
adicción va ligada a situaciones grupales, a actividades compartidas. La patología de las adicciones es
nueva, responde a múltiples factores de cambios socio-económico-histórico-políticos. Por lo tanto, la
respuesta terapéutica no debe ser individual. Es fundamental consultar a instituciones específicas donde
la familia, desde la primera información, participe en forma activa. La experiencia nos confirma, que no
debemos quedarnos solos, que un grupo de orientación de padres nos ayuda a reflexionar, a eliminar las
dudas. La familia así fortalecida podrá tomar posiciones claras para abordar este nuevo desafío a los que
la paternidad los enfrenta.
Susana Barilari
Directora de Fundación Proyecto Cambio