Autora: Dra. Cristina Ravazzola
Artículo: “Resiliencias Familiares”, Publicado en el libro Resiliencia, eds. Melillo, A. – Suarez Ojeda, E.
N. PAIDOS, Buenos Aires, Argentina, 2001.
Los modelos con los que intentamos explicar los fenómenos de la conducta humana, aun los que responden al mayor número de nuestros cuestionamientos, pasan por fluctuaciones en las que, en distintos momentos históricos, algunos modos de pensar se van haciendo más centrales y organizándose en teorías más y mejor sistematizadas, mientras otros se van haciendo más periféricos, dejando muchas veces huellas especiales en todo aquello que contribuyeron a construir, o subsumiéndose parcialmente en los nuevos modelos centrales.
Ha habido tendencias que han marcado líneas seguidas por mucho tiempo, como es la tendencia a poner el foco sobre los déficit, las desviaciones, las anomalías y las enfermedades. Tanto así que, aún cuando intentamos ampliar y expandir los componentes de nuestros modelos explicativos en salud mental, muchas veces continuamos deteniendo nuestra mirada sobre lo que se nos presenta como los déficit, lo que no funciona bien. Sólo que nos damos cuenta de estas tendencias cuando, afortunadamente, nos topamos con algún paradigma nuevo, que nos resalta los aspectos repetitivos, el “mordernos la cola” , lo más circular y encerrado del modo de pensar hasta el momento más habitual, y nos rescata para nuevos esfuerzos y exploraciones que abran otros horizontes y habiliten muchas más opciones para nuestro quehacer.
Así es que los déficit, lo negativo, la enfermedad, las fallas, los problemas y los fracasos, nos han sesgado la mirada, y hasta nos han hecho, sin darnos cuenta, considerar a las personas u otras entidades, en sus aspectos más reducidos. Si alguien se droga repetidamente va a ser mirado y a mirarse a sí mismo más como un drogadicto que en cuanto a sus capacidades de recuperación; si alguien fracasa repetidas veces en intentar un emprendimiento, va a considerarse y ser considerado como un “perdedor” y no a imaginar toda la gama de recursos que le son posibles y todavía no exploró ni desarrolló.
Lo mismo ocurre con las familias, las instituciones, las culturas. Los modelos de déficit se han instaurado en el centro de los paradigmas médico-psiquiátrico-psicológico-sociales y nos inducen a pensar pronósticos reductores y negativos que inhiben a los sujetos de tomar iniciativas para resolver sus dilemas, y de asociarse con pares para ganar y enriquecer sus capacidades. Más bien, los modelos de déficit que niegan las capacidades de quienes protagonizan sufrimientos, los han inducido a buscar en quien delegar la solución posible y a transformarse en pasivos receptores de esas soluciones, en lugar de ser quienes activamente propongan lo mejor para sus propias necesidades.
También ha sido propio del devenir de los modelos en el específico campo de la salud mental que, en el estudio y las prácticas relacionadas con las conductas humanas, los profesionales nos hayamos topado frecuentemente con conceptos que tienen nombres nuevos y resonantes que, a poco andar, se nos vuelven formas nuevas de denominar viejas propuestas las que, sin demasiadas explicaciones, han quedado fuera de las corrientes centrales del momento.
Bien podemos coincidir en que las prácticas psicológicas predominantes y aceptadas (psiquiatría, psicoanálisis, algunas psicoterapias) son costosas, recortan demasiado a las personas de sus contextos, no están orientadas a soluciones, se prolongan en tiempos muchas veces impensables para otras prácticas (años), a veces no producen cambios positivos en conductas que afectan severamente a las personas (como en el alcoholismo, la drogadicción, la violencia, etc.). Sin embargo en Argentina han sido escasos los intentos de incorporar otras pautas (como las de la psicología y la psiquiatría comunitaria) a los servicios hospitalarios, así como también escasos los esfuerzos por incorporar ese tipo de pautas a las políticas de salud mental. Pero la necesidad de respuestas a los problemas graves mencionados (alcoholismo, drogadicción, violencia familiar y social, trastornos graves de conducta), problemas de visibilidad creciente, ha llevado poco a poco en los últimos diez años, a la creación de agencias gubernamentales (OG) y no gubernamentales(ONG) dedicadas a abordar estos problemas, muchos de ellas con enfoques que trascienden las teorías psicológicas de las corrientes centrales, incorporan aspectos de los enfoques comunitarios e investigan sobre modalidades innovadoras.
Con todo, es necesario todavía buscar las formas y los lenguajes apropiados que puedan afianzar y enriquecer las prácticas profesionales que incorporan el contexto social en sus propuestas y que hacen lugar a la confianza en los recursos que los protagonistas tienen para hacer frente a sus problemas.
A lo largo de diversos recorridos teóricos y técnicos desde los que voy sumando los aportes que me merecen respeto, el concepto de resiliencia y los enfoques que incorporan este concepto, se me aparecen justamente como una fuente de esas formas y lenguajes en los que podemos confluir los profesionales interesados en una práctica que ayude eficazmente a resolver problemas y a lograr bienestar para sectores amplios de población.
Otro concepto que aporta esas formas y lenguajes que necesitamos los prácticos desde los trabajos de los teóricos para habilitarnos acciones fructíferas, es la noción acerca de la construcción social de la realidad, asociada por un lado a la concreta ejercitación de-constructiva que nos ayuda a jugar y a dudar de afirmaciones que pueden reducir nuestras posibilidades y, por otro, al entrenamiento en participar de conversaciones que promuevan los cambios deseados. Desde el enfoque del construccionismo social3 podemos de-construir y re – definir en diversos contextos el género, la familia, los roles de padres y madres, el amor, los contratos matrimoniales, la historia individual y colectiva, la vida cotidiana, y tantos otros temas que condicionan emociones y conductas. También podemos tomar conciencia de las tendencias que sostienen nuestros propios discursos y generar y cuidar un lenguaje que ayude a producir debates y conversaciones liberadoras.
El otro punto clave que aporta lenguaje y formas heurísticas para prácticas que buscan fortalecer las personas y las relaciones, se refiere al cambio de enfoque que representan estos modelos, que entran en los llamados modelos que se apoyan en las competencias y recursos y dejan de poner énfasis en los problemas y las fallas como son los modelos de déficit.
Habíamos mencionado cómo la visualización y la difusión de la noción de las resiliencias (tanto atribuidas a individuos como a grupos sociales) produce ese efecto de cambio paradigmático, desde un lenguaje y una forma capaz de convocar a profesionales de la salud mental de diferentes orientaciones. A partir de que esa noción se abre la posibilidad de que los operadores investiguen las capacidades que pueden desplegar los miembros de cada familia con la que se ponen en contacto, en lugar de designarlos como “patológicos” o de responsabilizarlos totalmente por los problemas que presentan.
También este concepto tiene la propiedad de poner en duda teorías causales deterministas en Psicología que proponen consecuencias inexorables para quienes han tenido experiencias dolorosas de ataques o pérdidas significativas, especialmente en edades tempranas. Estos supuestos deterministas están tan integrados a la cultura que las metáforas con las que se denomina a esas experiencias negativas suelen ser : experiencias “stressantes” y “traumáticas”, dando por sentado que producirán esos efectos del orden de los déficit.
La observación de los desarrollos de vida que aparecieron al principio como excepciones a esos desenlaces, y que empiezan a ser cada vez menos excepcionales en la medida en que se abre el espacio mental para que ellas sean visibles, da lugar a construcciones nuevas y a desarrollos que amplían las perspectivas del campo de la Psicología, como la que se produce en torno al estudio de las resiliencias individuales, grupales, relacionales, familiares y comunitarias
El enfoque de las resiliencias significa poder pensar que, más allá de adversidades sufridas por una persona, una familia, una comunidad, ésta tiene potenciales capacidades para desarrollarse y alcanzar niveles aceptables de salud y bienestar. Esas capacidades permiten tolerar, manejar y aliviar las consecuencias psicológicas, fisiológicas, conductuales y sociales provenientes de experiencias “traumáticas” sin una mayor desviación del curso del desarrollo, con la comprensión adecuada de las experiencias y sus subsecuentes reacciones. (Pynoos, R.S., 1984 en Posttraumatic Stress Disorder, citado por Dina Krauskopf)
Las experiencias adversas más frecuentes e importantes que encontramos son las que implican carencias, abusos, sobreprotección, descalificación, negligencia e ineficiencia parental y de quienes lideran grupos sociales. También incluimos experiencias como las de exposición a las adversidades sociales sin apoyo (Wolin y Wolin, 1993), como son la oferta masiva del consumismo, la exposición y pertenencia a culturas de evasión y transgresión, la disminución de oportunidades de participación activa y positiva, la falta de gratificaciones, la disminución de la confianza en resultados justos, las experiencias de pobreza, marginación, de sufrir descalificación por ser diferente, las experiencias de desocupación, detención, reclusión, de pérdida de la inserción escolar, la carencia de redes de apoyo, la carencia de aprendizaje de destrezas y de formas de lograr autonomía. Agregamos la ausencia de proyectos, la ausencia de reconocimiento social, la falta de canales para comunicar las necesidades, la falta de oportunidades de desarrollar talentos alternativos, la falta de valoración de los aportes al entorno, las experiencias de estigmatización, de invisibilidad y de exclusión social.
Estaríamos identificando y enumerando algunos factores que sabemos que inciden negativamente en la vida y el desarrollo de las personas, factores que han sido exhaustivamente estudiados en su influencia y sus consecuencias posibles. Necesitamos ahora recoger el guante del desafío que propone el enfoque de la resiliencia, que nos ayuda a desestimar una respuesta lineal proporcional a estos handicaps iniciales y visualizar, en cambio, todo lo que es posible hacer para ayudar a las personas a superar todos estos inconvenientes.
Partiendo entonces de la conciencia de utilizar una metáfora fructífera, ¿cuáles serían los elementos a tener en cuenta como resiliencias relacionales?
¿Cuáles capacidades relacionales ayudan a recuperar y construir estados de bienestar?
CapacidadesEn relación a estas capacidades relacionales, dice Froma Walsh que: “un conjunto de creencias y narrativas compartidas, que fomenten sentimientos de coherencia, colaboración, eficacia y confianza, son esenciales para la superación y el dominio de los problemas” y, en otra parte “…se expone el concepto de “resiliencia familiar” considerándolo un marco de referencia útil para orientar investigaciones, intervenciones e intentos de prevención”. Ella se pregunta y nosotros con ella: ¿Qué hace que algunas familias se quiebren y se destruyan ante las crisis y qué hace que otras consigan superar las crisis y aún resultar más crecidos y recuperados? ¿Cómo podemos definir y estudiar esos procesos beneficiosos para, a su vez, ayudar a otras familias y otros grupos sociales? ¿O es que la adopción de una perspectiva sobre las resiliencias es, en sí misma, uno de estos factores? Hacer lugar a la creencia de que los golpes no necesariamente destruyen y de que todas las personas cuentan con recursos para superar crisis, contribuye enormemente a facilitar y acompañar la adopción de actitudes que ayudan a afrontar adversidades.
Una idea semejante siguen autores como Haim Omer, en su libro “Parental Presences” y Guy Ausloos en “Las capacidades de la Familia” . El primero es brasilero, radicado en Israel, y el segundo es belga, actualmente viviendo en Canadá. En otro momento, autores estudiosos de las crisis familiares, como Gerald Caplan, David Reiss y Reuben Hill, hicieron grandes aportes para entender las familias y sus crisis evolutivas, así como sus posibles crisis traumáticas, con enfoques que ponían el acento en aspectos relacionales positivos, pero todavía no proponían un giro desde el énfasis en los déficit hacia el énfasis en las competencias, ni, obviamente, describían los alcances de tal giro.
Nuestro desafío actual es visualizar las interacciones familiares vistas desde los recursos que es importante alentar y promover en aquellas familias donde se suscitan las crisis. Pensar desde el enfoque de las resiliencias estimula investigaciones en la dirección de poder puntualizar esos recursos que aparecen en las relaciones6, en especial en las relaciones con continuidad y con gran involucración afectiva. Sin duda estas investigaciones apuntan a desarrollar un conocimiento sobre las competencias y las potencialidades humanas que quedó postergado detrás de tradiciones en investigación orientadas a estudiar especialmente los déficit de las familias y de las funciones maternales y paternales.
Las investigaciones orientadas hacia la visibilización de las competencias han permitido dudas y de – construcciones sobre teorías lineales que daban por sentado que, dadas determinadas causas (por ejemplo, padres ausentes, maltratadores o negligentes), deberían siempre suceder consecuencias deficitarias (hijos enfermos o con conductas antisociales). No podemos dejar de lado que, el camino de las propuestas formuladas desde estas teorías causales lineales, ha significado la permanente culpabilización de las familias, en particular de las madres, por parte de los operadores en el campo de la salud mental, con las consecuencias en la práctica de intervenciones que han sido búsquedas detectivescas de causas simplistas y reductoras, frente a problemas presentados por niños y jóvenes.
Afortunadamente, estudios serios, con seguimientos a lo largo de muchos años, comunican acerca de individuos que han sufrido pobreza, violencia social y situaciones familiares caóticas (drogas, alcohol, delincuencia de padres o hermanos) que, sin embargo, han sido capaces de recuperarse y salir adelante.
Se han descripto características individuales halladas regularmente en las personas que inspiraron las hipótesis acerca de las resiliencias, como gran autoestima, inclinación optimista, temperamento alegre, sentido del humor y confianza en las propias capacidades.
Ya M. Seligman (en “Learned Optimism”, N.Y., 1990)10 comienza a describir aptitudes que no se ven como innatas sino que se relacionan con procesos; en este caso describe el proceso de “aprendizaje del optimismo”, partiendo de sus propios estudios anteriores sobre el aprendizaje del pesimismo (hopelessness) o el aprendizaje de la impotencia (helplessness). El autor citado demuestra que es posible condicionar a las personas a confiar en su propia experiencia gradual y acumulada de dominio y control, con lo que describe una interacción basada en recompensas y estímulos, y experiencias de consecuencias “previsibles” y “justas”.
Construir resiliencias
También podemos pensar que los rasgos positivos descriptos como “propios” de algunos individuos, son favorecidos por algunas interacciones y dificultados por otras, y que, por lo tanto, es posible contribuir a construir las resiliencias (concepciones sistémico-ecológicas, evolutivas y contextuales) desde los distintos grupos sociales e instituciones de la comunidad. “Cabe considerar a la familia, el grupo de pares, la escuela, el lugar de trabajo o los sistemas sociales amplios como nichos contextuales para la competencia social” dice Bronfenbrennen, U., 1979, citado por F. Walsh11. Es esta última autora, Froma Walsh, quien distingue los factores contextuales que promueven resiliencias individuales de las que serían resiliencias propias de algunos sistemas sociales como la familia. Entre los primeros, además de los reforzamientos basados en las experiencias de recibir consecuencias previsibles enfatizados como factores fundamentales por Seligman, ella hace hincapié en los procesos que estimulan la construcción colectiva de narrativas coherentes, que van hilando historias de cada uno y de todos en las que los dolores y las adversidades tienen un sentido comprendido y compartido por todos, y que les da posibilidades de un lugar social digno.
Como terapeuta formada en muchas líneas, estoy dedicada desde hace muchos años al campo de las construcciones relacionales y las conversaciones terapéuticas que se proponen ayudar a quienes están entrampados en problemas que no logran resolver. En ese camino me topé con las concepciones sobre resiliencias desde mi interés sobre los problemas de violencia familiar, el maltrato infantil y los abusos sexuales de niños. Más allá de descripciones sobre las consecuencias de las experiencias que algunas personas sufren, en la bibliografía y en la experiencia de colegas12 de las redes en las que me fui apoyando, también resaltaron descripciones de desarrollos de personas que no seguían las predicciones de síntomas y daños aportadas por las teorías tradicionales sobre la conducta humana.
A pesar de haber sufrido los mismos golpes y ataques, algunas personas crecían normalmente. ¿Cómo explicar estas observaciones que contradicen lo esperado? Siempre pueden quedar como excepciones y entonces las teorías no se conmueven, o, pueden intentarse otro tipo de explicaciones. La idea de las resiliencias aparece como una de estas explicaciones que llevan a seguir pensando.
Proviniendo de la raíz resilio (vuelvo a mi estado original, recupero mi forma originaria), una concepción de la resiliencia desde los dominios de la Física se refiere a una medida de capacidad de los materiales de volver a su forma cuando son forzados a deformarse. El estudio de esta medida de la densidad de energía invertida en la deformación sin ruptura se profundizó en los estudios en relación a los metales y a las consecuencias de los choques entre objetos.
Las ciencias sociales han encontrado fructífera a esta metáfora para describir fenómenos observados en personas que, a pesar de transcurrir su vida en condiciones de adversidad, son, de todas maneras, capaces de desarrollar conductas que les permiten una buena calidad de vida. Sería útil discutir las definiciones habituales de adversidad y de calidad de vida, aunque cabe entender que, por mucho tiempo, la adversidad fue ligada a la pobreza, y que actualmente este tema es ampliado en los campos de la victimología y de los estudios sobre abusos y sobre salud mental, incluyendo las experiencias de sufrimiento frente a catástrofes sociales y naturales, y la crianza en condiciones de alcoholismo y otras adicciones, psicosis, abusos y negligencia. También es necesario acordar qué entendemos, dando los primeros pasos por el tercer milenio, por calidad de vida, pero es indudable que el interés por el tema de las resiliencias atraviesa y trasciende la medicina, la psiquiatría, las ciencias sociales y los estudios de derechos y legalidad, espacio transdisciplinario en el que toas estas definiciones cobran hondo sentido.
Ya hemos visto que las observaciones sobre personas y grupos que consiguen afrontar adversidades con éxito, de alguna manera proponen un desafío a los paradigmas tradicionales cuanto a la forma de abordar los problemas y sufrimientos humanos. Mientras la mirada tradicional ha enfocado el trauma, el daño, los problemas, las limitaciones, las carencias y las “desviaciones”, elaborando diagnósticos cada vez mas complejos, en el afán de encontrar “causas” y “consecuencias” predictibles, así como metodologías de corrección a la desviación (con respecto a un eje de “normalidad”) o ”síntoma”, la propuesta de la resiliencia es enfocar y enfatizar los recursos de las personas y los grupos sociales para “salir adelante”.
Reforzar capacidadesComo esto desestabiliza las teorías tradicionales, en el campo de la psicología, hasta ahora no ha sido fácil enseñar en las academias acerca de cómo evaluar y reforzar las capacidades de las personas, y, sin embargo, todos nos hemos entrenado y hemos aprendido mucho acerca de cómo recortar regularidades y definir “síndromes” a partir de conductas indeseadas que se repiten.
Reforzar competenciasEn ese sentido, esta metáfora, la resiliencia, tal vez por provenir del campo de las ciencias duras, ha tenido la posibilidad de captar entusiasmo acerca de un inexplorado fenómeno humano, el de sus recursos y competencias, de un modo más consistente que otros intentos teóricos orientados en direcciones semejantes (síndromes adaptativos, fuerzas del Yo, concepciones sobre salud mental y personas sanas, estudios sobre recursos y competencias, etc). El enfoque sobre la patología y lo “desviado” que hay que corregir ha sido mucho más tentador y sintónico con las funciones esperadas de y delegadas en los profesionales.
Los pioneros de la línea sistémica, en especial los que venían de la terapia de niños, empezaron a incluir a la madre en los tratamientos porque se daban cuenta de que el supuesto de que la familia depositara el niño “enfermo” en el consultorio del psicólogo y que éste les devolviera el niño “curado” casi nunca funcionaba, y, en cambio, se modificaban conductas del niño a partir de conversaciones en las que la madre estaba incluida. Pero, de esto, sólo unos pocos profesionales fueron consistentes con la idea de que estábamos frente a recursos de las madres y de los niños que poníamos en juego. Más bien, muy rápidamente, se volvía a la idea de que la madre era quien hacía algo malo o negativo que provocaba los síntomas en el hijo, con lo que el viejo paradigma reaparecía, y los hallazgos volvían a ser envueltos en el mismo paquete de ideas, sin ser revisados.
Las conversaciones que se están gestando a partir del uso de la metáfora de la resiliencia permiten sostener una mirada sobre los factores de protección (y no tanto sobre los de riesgo), y sobre la posibilidad de identificar los recursos usados por individuos y comunidades para mejorar sus condiciones de vida, aun en circunstancias terribles.
Refuerzan la resilienciaSin dejar de lado las vulnerabilidades de personas y de relaciones ni la inclusión de los conflictos en los procesos vitales, los estudiosos de las resiliencias han definido algunas de las condiciones que las refuerzan: entre estas condiciones se encuentran creencias, actitudes y aptitudes que ya han sido mencionadas y descriptas, tales como: la capacidad de buscar y dar colaboración, la confianza en sí y en los otros, las habilidades comunicacionales, las capacidades expresivas, las habilidades en la resolución de conflictos, la capacidad de autoestima y del autocontrol, la capacidad de compromiso y participación, el acceso a las emociones ligadas a la esperanza y al optimismo, la alegría, el humor , la flexibilidad, la capacidad autorreflexiva.
Así y todo, como la idea no es definir individuos, familias o redes sociales resilientes como si se tratara de una “esencia” que algunos tienen y otros no, sino la de buscar reforzar las cualidades que están potencialmente presentes en los paradojales individuos-sociales humanos, Froma Walsh observa que, en las relaciones, es muy importante que las personas lleguen a:
Reforzar cualidades
Es interesante poder plantearse cómo aquellos rasgos definidos como individuales en un principio, son encontrados en los grupos familiares capaces de superar problemas graves. Tal vez, una manera adecuada de describir estos rasgos sea la enumeración de lo que hemos visto que estas personas son capaces de desplegar en sus relaciones. Una conducta infaltable es la de producir intercambios en los que aparecen rasgos de humor. Alguno puede transformar la lectura de situaciones vividas por todos en un relato que puede, inesperadamente, hacer reír. También está presente la capacidad de fantasear, imaginar situaciones futuras, cultivas y conservar los sueños y las esperanzas, sin que esto signifique alimentar falsas ilusiones. Otra conducta de hallazgo sistemático ha sido la capacidad de des – culpar, es decir, de entender que las adversidades no deberían ser entendidas como culpa de alguien que queda cargado con ese estigma. Otros autores ponen énfasis en la operatoria de armado de una narrativa empática en la que las personas se perciban como centros protagónicos de historias creíbles, que apuntan a mejoras y a recuperaciones de la dignidad de los protagonistas, y aún con alguna posible estética diferente de la esperada13. Más convencionalmente, han sido descriptas capacidades de comunicarse abiertamente, de expresar emociones, de usar códigos comprensibles para otros, de experimentar en conjunto sensaciones de complicidad y pertenencia, con vivencias importantes de aceptación e inclusión.
Se habla asimismo de la necesidad de los miembros de una familia de ser flexibles, es decir, de poder introducir flexibilidad en sus relaciones. Las familias necesitan también ejercitar funciones de cuidar y conservar que requieren de capacidades como la estabilidad y la firmeza. Pero el miedo a perder estas últimas puede llevar a algunos a aferrarse a conductas que ya no les sirven, y a quedar pegados a reglas que no condicen con los contextos actuales de convivencia. Por ejemplo, en las familias inmigrantes (en Argentina en la actualidad, las constituyen mayoría de paraguayos y bolivianos), es común que los padres y la generación de adultos impongan a los jóvenes pautas que eran útiles y seguras en su país de origen, pero que no les sirven en las circunstancias propias de la nueva cultura. Si pueden conversar entre los que tienen visiones diferentes sin que los miedos a las pérdidas les impidan o cierren los intercambios, se producen adaptaciones menos dolorosas para todos.
En esos casos, a los adultos de cada familia, les toca ser capaces de renunciar a tener siempre la razón, de renunciar a ser poseedores de la “verdad objetiva”, y con ello, poder escuchar posiciones diferentes y basadas en lógicas no habituales para ellos. El prestigio de la experiencia y del lugar de respeto que merecen los adultos no necesariamente se gana con el ejercicio del poder sobre las personas más jóvenes y más dependientes, sino, a veces, justamente cuando se es capaz de no aferrarse a lugares de superioridad y de permitir cuestionamientos y críticas que no por eso signifique que se los descalifique como personas.
Especialmente en las situaciones de crisis, todos somos más vulnerables a las provocaciones y, por lo tanto, los vínculos son más frágiles. Es en esos momentos en los que se necesitan actitudes y capacidades relacionadas con la función de sostener vínculos. Quienes transmiten que pueden pelearse y enojarse pero que eso no implica la ruptura de lazos de pertenencia y acceso, están demostrando esa capacidad de sostén de las relaciones que los más perturbados pueden no estar momentáneamente cuidando. Esto también se pone en juego cuando en las familias se animan a dejar de lado la excesiva protección y se desarrollan capacidades de desafiar inhibiciones y temores, sosteniendo los vínculos y las personas. Otras capacidades que hemos detectado en las personas y relaciones de las familias que han logrado salir airosas de grandes crisis son las siguientes: capacidades de innovación, de creación, de adaptación (afrontar lo nuevo aprovechando todo lo que trae como enseñanza); capacidades de superar impotencias, obstáculos, de no darse fácilmente por vencidos, de estimular a los más quebrados, de no abandonarlos; capacidades de aprovechar y generar recursos; capacidades de construir definiciones colectivas de límites, de pautas, de roles, de objetivos, de necesidades, de estrategias ; capacidad de proyectarse en el tiempo y anticipar otros momentos en los que la situación haya cambiado, es decir, de experimentar sensaciones de esperanza.
En todas las familias existen estas potencialidades. Muchas veces, lamentablemente, sólo algunos de sus miembros las ejercen (mayoritariamente abuelas y madres).
En este campo, la mayoría de los profesionales hemos sido formados en modelos que enfatizan la enfermedad y el daño. A menos que cuestionemos nuestra formación y reflexionemos, vamos a actuar en las redes relacionales con la tendencia a mirar lo desviado, y perderemos de vista los recursos de quienes han vivido y superado las experiencias de sufrimiento.
Mirar las competenciasSi pensamos, en cambio, que es posible encontrar las competencias individuales y grupales y que los recursos sociales (como son los mismos operadores de la salud mental) pueden reforzar las resiliencias de personas, familias y culturas, se plasma la capacidad de ejercitar una permanente mirada sobre las competencias, el factor de resiliencia más importante que pueden aportar los operadores.
Pero, no sólo eso, sino que, desde el énfasis en las desviaciones, corremos el riesgo de no ayudar a construir las narrativas coherentes, con significados dignificadores, que van a producir consecuencias de fortalecimiento.
Quienes trabajamos con problemas de violencia familiar, abusos, adicciones, maltratos en general, a veces también nos “quebramos” y nos “enfermamos” como personas y también como grupos, como equipos, como centros de atención. Si los operadores podemos poner en práctica los consejos de Froma Walsh y otros autores que profundizan sobre las resiliencias para con las familias, y podemos corrernos por fuera de las miradas sobre los déficit (de los consultantes, de nosotros, de nuestras teorías y técnicas) y centrarnos en desarrollar nuestras competencias, ese cambio de paradigma se convierte en un factor importante de nuestras propias resiliencias.
Estamos aprendiendo gradualmente que es lo que realmente ayuda a nuestros consultantes. Muchas veces lo estamos aprendiendo de ellos mismos, y, también de quienes han sido exitosos en lidiar con problemas y experiencias semejantes. Sabemos que no conviene estigmatizar ni hacer predicciones reductoras de las posibilidades de las personas, que conviene sumar recursos y no promover ni participar de rivalidades asistenciales (hemos encontrado profesionales con dificultades para sumar esfuerzos, que se disputaban entre sí la atención de los casos en lugar de ayudarse).
La metáfora de la resiliencia nos permite ampliar los enfoques terapéuticos a enfoques psicosociales y, ganar en humildad buscando alianzas de redes ampliadas en lugar de culpables a quienes castigar. La ilusión de una teoría o un sector profesional MAS o MEJOR que los otros no nos ayuda a sumar.
Este libro es un ejemplo de intento de sumar e intercambiar buenas ideas que nos abran el horizonte sobre nuestra propia posición en este campo. Como ejemplo del terreno de la violencia, vemos que las mujeres y hombres que han sido violados /as se benefician notablemente si entran en conversaciones con personas que los /las confirman en su capacidad de haber defendido y salvado sus vidas (narrativa coherente dignificante), si pueden compartir la idea de que la experiencia sufrida tiene que ver con la violencia más que con la sexualidad, y que nada de lo que ellas hicieron provocó la acción violenta de sus victimarios. El ejemplo sirve para muchas otras situaciones de sufrimiento y desestabilización.
Para concluir: poder ayudar a construir desde la adversidad nos implica a nosotros, los profesionales, que también tenemos que poder pensar e imaginar modos constructivos de procesar las experiencias.
María Cristina Ravazzola
Mayo de 2001
Bibliografía: